Hola fondo sur

 

Hola fondo sur. Daniel Ortiz Peñate. Editorial Baile del Sol. 334 pp. 18 €.

 

 

I. El alma de todo lo que queda atrás

 

En un vagón de tren o en un bus cualquiera. 

Se va expandiendo el aire respirado por todo el habitáculo. El muchacho rondará los veintiséis. Viaja solo y escribe un diario en inglés. No ha visto tanto aún pero su actitud de viajero estepario y billetera zona euro levantan suspicacias. Es un burguesito que juega a ser una suerte trasnochada y cobarde de Burroughs. 

Enciende un pitillo y se vanagloria de reojo en el cristal de la ventanilla oscurecida. Se siente cool. Confía en conquistar a su regreso los mejores oídos con su plática de bares y aguardiente. Saca el pasaporte, sonríe y levanta la vista, orgulloso de los sellos que alberga entre sus hojas. Enciende otro cigarrillo e intenta pensar en alguna ella que lo pueda hacer sufrir y completar así su estúpida leyenda de solitario corajinoso.

Recuerden los ingredientes: pitillera, MasterCard, pasaporte con sellos, petaca, un billete de tren y un amor perdido. El resultado: un perfecto imbécil con ínfulas de outsidercillo regocijado en su dolor. Así es un poco nuestro becario, así, pero no del todo así.  

 

Roberto Castelli, en un despacho de la DPHU, Ginebra.

 

Toda esta formación para convertirme en un burócrata color gris Europa, ésa es mi historia, la de un camaleón paduano que ve naufragar sus sueños libertarios en la nómina de un banco neutral a fin de mes. Un mero espectro residual si recuerdo mi época melenuda en Pretoria, en precario, trabajando for free para un obtuso que hacía de embajador de mi país en África del Sur. Sí, un obtuso (rijámonos por la economía epitética) cuando me recibió en su despacho y me espetó «Si taglia i capelli e poi torna da me«. No me corté un pelo y jamás volví a hablar con él. Toda mi estancia en la embajada italiana transcurrió bajo el ala de la prima consigliere, Concietta Tozzi, una napolitana, narcoléptica y algo alcohólica que a fin de cuentas fue mi único apoyo emocional dentro de aquel nido de mambas. 

Concietta se reputaba como la mejor anfitriona de la diplomacia europea de Pretoria, sus cenas de gala, sus cócteles eran insuperables y no escatimada en excusas para celebrarlos. Mi llegada fue toda una apoteosis, imagínense, un pipiolo provincial que de pronto se ve agasajado en una cena de bienvenida ante toda la crème de la vieja Europa. Embajadores, encargados de negocios, consejeros comerciales, empresarios expatriados de la Fiat, de la Pirelli, corresponsales de la RAI y del Corriere, delegados del PNUD, a cual más tomado, a cual más ávido, a cual más colorado por los chianti y spumanti que se extendieron hasta bien entrada la noche. 

Y allí estaba Tirzo, Concietta lo había conocido en una reunión de consejeros de cooperación, antes de quedarse dormida en el hombro del finés, seguro. Decía que los representantes españoles se avergonzaban de ir a esos encuentros, que no tenían nada que ofrecer. Por eso mandaban al becario. Tirzo le dio pena, allí tan joven, tan fuera de lugar, así que, dado que coincidíamos en edad, le mandó una invitación. 

Me habló en italiano –Tirzo, piaccere– con un forzado acento lombardo que, combinado con un castellano insular, lo convertía en una molesta delicia. Amore odio dal inizio. Era mi fiesta, mi triunfo, mi arribo extático en Sudáfrica. Lo ignoré, lo traté con cierto desdén. De soslayo, recuerdo que lo invité a una fiesta al día siguiente y allí apareció por mi apartamento, un trilocale lleno de gays y lesbianas. Él, con su camisa nueva de raso índigo, no tardó en convertirse en blanco (target) de toda la mariconería presente. Fuimos a bailar a un tugurio de ambiente en el centro, no se divirtió y se despidió pronto con alguna excusa que el volumen de la música me impidió captar.

Esos fueron mis días de victorioso ególatra en la ciudad, triunfos que a poco rascar, devienen en la más absoluta irrealidad, y de eso me di cuenta cuando Melt y Lina, mis compañeros de piso, me dejaron tirado en la madrugada de una fiesta house a las afueras de Soweto y tuve que regresar a Pretoria haciendo dedo, exponiéndome en primera persona a aquella maldad inexistente que los afrikaners se empecinaban en radicar bajo la piel negra de la noche. 

A los pocos días partí para Ciudad del Cabo con unos becarios de la Camera di Commercio que precisamente había conocido en el banqueta de Concietta. Sin consultarme, optaron por instalarse en un hotelazo de la costa. Alquilaron unas tablas de surf -paletos del Lago di Garda- y entre loas y vituperios a favor de Umberto Bossi no dejaron de hacer el ridículo en el agua hasta que una alerta de escualos los plantó en dique seco, y por lo demás no volvieron a mover el culo de los bares trendy del Water Front. 

De regreso en Pretoria sentí un asqueroso regusto a fracaso en el alma. No era capaz de encontrar al Roberto de vida fácil que, entre banderas multicolores, jugaba al pacifismo por los pasillos de la Uni de Bologna, el que encaraba a los carabinieri en las manis de Génova, el que se autoamaba con una foto de Ibarruri cuando joven. Sí, había estudiado ciencias políticas, especializadas en los frentes populares, había escrito artículos en revistas, en Internet, me creía un activista medular, sin lugar a dudas, y allí, en lugar de hallar la realización de mis dogmas, encontré a una eflúvica clase expatriada que me extenuó hasta querer vomitar mi nacionalidad por el retrete. y mírenme ustedes aquí, ahora, justificando las dietas de mi jefe: cenas benéficas en Yakarta, simposios en Addis, azafatas de congreso en Colombo e cosi via…     

 

(…) 

 

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