Un robo a la italiana

 

Un robo a la italiana. Gorka Ellakuría

 

 

Me vuelve a frenar el semáforo de todos los días. 17 segundos y pasa a verde. Es de noche y mi vieja moto rompe el silencio de las calles vacías. Desde mi casa hasta aquí no he visto a nadie. No hay padres dando vueltas a recién nacidos que se niegan a dormir, ni parejas aprovechando la oscuridad para magrearse en cualquier portal, ni siquiera está el vecino NiNi que siempre pasea un buldog tan feo que parece de una raza aún por descubrir. El silencio le concede un momento de gloria a mi scooter. Se pavonea haciendo traquetear el motor como si fuera una Harley. Lo cierto es que se está apunto de calarse pero ella lo disimula muy bien. Dignidad japonesa, imagino. Entonces un brazo me rodea y me tira del cuello hacia atrás. Cuando trato de acelerar tengo otro tipo a mi lado que me empuja y me hace caer al suelo. Lo hago con estilo, como cuando cornean a José Tomás. Levanto la moto y ante la imposibilidad de escapar afronto el peligro, tan inconsciente como el de Galapagar. Saco la llave y me la guardo en el bolsillo. Aún no he visto a los tipos pero oigo como uno grita:

-“Esta moto no es tuya moto, esta moto no es tuya …”

No siento miedo. Me viene a la mente el viejo truco con el que nos daban el palo a los chicos de los colegios bien, a la salida de clase. A veces nos seguían unos cuantos quinquis de nuestra edad- nosotros les llamábamos pelaos- y nos preguntaban si conocíamos a un tal Luís o a un tal Jordi, el nombre era lo de menos, lo importante es que fuera común. Cuando uno de nosotros se paraba pecando de esa inocencia conservada por una vida cómoda, los lazarillos modernos lo rodeaban como hienas y antes de que pudiéramos darnos cuenta ya le habían robado lo poco que tenía para la merienda, y si se ponía tonto, incluso se llevaba de regalo la primera ostia de su vida. A mi nunca me robaron. Me incomodaban, pero no sentía el miedo que les producía a alguno de mis compañeros. Lo bueno de tener un hermano mayor es que te acostumbras a recibir de lo lindo, hasta que le coges el gustillo a eso de dar y encajar.

Mientras recordaba otras épocas, me saqué el casco, y al tiempo que les repetía lo cobardes que eran, lo levanté a modo de amenaza. Los chicos eran de mi edad, como veis, desde que soy pequeño me andan jodiendo los de mi generación. Uno era fuerte y tenía cara de mala leche, pero a su compañero, de aspecto surfero, le salía el miedo por los ojos. Cuando estábamos en ese impasse en el que unos y otros esperan a ver quien abre la veda del primer golpe, y corriendo el riesgo de que aquello se alargara demasiado y cayéramos en el más absoluto de los ridículos- como pasa en casi todas las discusiones que he visto en mi vida- una señora, a unos 50 metros de distancia, empezó a gritar en nuestra dirección, de la forma que sólo había visto antes hacer a las actrices italianas de los cincuenta.

-“Desgraciado. ¡Mi moto, mi moto!”, me decía esa cuarentona a la que le acompañaba una fuerte fragancia a whisky del malo.

Mientras, siguiendo con su actuación, lloraba y me golpeaba con el puño cerrado en el pecho. Toda la historia de que me habían intentado robar se me caía como un castillo de naipes hecho por un aficionado con demasiada imaginación. Me sentí tan absurdo convenciendo a esa señora de que aquella vieja scooter era mía, que puedo asegurar que pensé en el Proceso, aún a riesgo de parecer un pedante. Los chicos se quedaron allí como meros espectadores y creo recordar que estuvieron muy pesados en la disculpa, cuando todo el embrollo ya se había aclarado. Me costó mucho convencer a aquella señora, pero al final entró en razón. Ella les brindó la oportunidad a aquellos chicos de ser héroes por un día. Entiendo que actuaran así, son cosas de la edad. Yo hice lo mismo jugándome el tipo por una moto con más años que yo y que a duras penas me lleva.

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