Instinto criminal
Por Recaredo Veredas.
La semana pasada terminé la mejor novela española que he leído en los últimos tiempos. El día de mañana (Ignacio Martínez de Pisón, Seix Barral, 2011) no solo resulta espléndida por su compleja y fluida estructura. También lo es por la calidad de su prosa y, sobre todo, por la creación de un protagonista memorable: solo un gran escritor (y un gran novelista) puede conseguir que el lector empatice con un tipo tan mediocre y, a la vez, tan revelador del trasfondo de la España de los últimos años del franquismo, donde se tejieron los mimbres de nuestro actual sistema. Lograr que el lector siga con fervor las peripecias de un miserable es mucho, muchísimo más difícil que conseguir el entusiasmo por un monarca de la perversidad (el ejemplo de Hitler, el personaje más frecuentado por la narrativa contemporánea, parece obvio).
Un buen amigo me ha contado que la causa última de esta novela se encuentra en el seguimiento por el autor del itinerario que lleva a un hombre corriente a caer en la mendicidad, a terminar durmiendo bajo cartones en un cajero automático. El protagonista de la novela no culmina así su peripecia pero sí camina durante gran parte de la novela en el estrecho límite que separa el fracaso del éxito. Se halla a dos pasos de la mendicidad y a la misma distancia del liderazgo político. Sin embargo fracasa porque, pese a ocasionales aciertos, carece de esa intuición, de ese instinto criminal que caracteriza, casi por defecto, al líder. En contrapartida, le sobran deseo, rabia e impotencia. Con esto no quiero decir que todos los políticos sean criminales, pero parece obvio que si, como afirmó Balzac, tras cada fortuna se esconde un crimen, tras cada político se esconden sucesivas zancadillas, incluso empujones alevosos al barranco. Porque los auténticos políticos, al margen de la bondad o maldad de sus actos, poseen esa intuición, muchas veces heredada, a veces innata, que les indica desde el inconsciente, a veces en nanosegundos, cuál es la decisión correcta, cuál es el momento de apoyar o de huir, de traicionar o fidelizar. Muchas de las grandes estrellas de nuestros parlamentos poseen un pasado tenebroso, redimido por convenientes heroicidades. Véase el caso del insigne Francoise Mitterrand y sus vaivenes durante el régimen de Vichy o de tantos resistentes al franquismo de última hora, fenómeno relatado magistralmente por Martínez de Pisón en su novela.
El artista no es indiferente a ese proceso. El triunfo no se asienta solo en la calidad o el deseo, también hace falta claridad de miras, intuir el camino y los atajos que conducen hasta la meta, sea New York City o una editorial indie de Barcelona. Y, al mismo tiempo, reducir los escrúpulos y mantener cierta humildad, evitando los banquetes de ego. Cuando el aspirante glotón se sacia cae, como quien se derrumba en el infierno, en el abismo reservado a los bocazas y a los soberbios.