Mordzinski,El fotógrafo que hace jugar como chicos a los escritores del mundo

“Era muy joven, iba a inaugurar mi primera exposición en París y me di cuenta de que no tenía a nadie a quien invitar. Entonces pensé en un hombre que tenía mucho que ver con que yo estuviera en esa ciudad. Crucé al correo, busqué la guía, A, B, C… Cortázar, Julio. Arranqué la página y me la llevé. Fui a un teléfono público, disqué, me atendió un contestador… corté. Llamé de nuevo. Y grabé: ‘Julio, me llamo Daniel. No soy nadie. No hice nunca nada. Pero mañana inauguro mi primera exposición’. Y vino”.
Pasó mucha agua por el Sena desde la anécdota que cuenta ahora el fotógrafo Daniel Mordzinski (1960). Para empezar, él cambió de estilo, dejó de hacer fotografía social “de contrastes” y se fue dedicando a los escritores, se convirtió en el registro de las caras de la literatura contemporánea, la de todas partes, pero con mucho énfasis, la latinoamericana.
Y les plantó su sello a esas caras. Puso a los escritores en posiciones raras, los cambió de contexto, los sacó de al lado de la biblioteca y los trepó a los techos, los llevó a los cementerios, los metió en bañaderas. No alcanzan las líneas de esta nota para poner nombres famosos: algunos son Gabriel García Márquez, Salman Rushdie, Amos Os, Umberto Eco, Nadine Gordimer, Naipaul, Orhan Pamuk, Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato y hasta los funerales de Susan Sontag. Viaja por el mundo a los encuentros de escritores, lo llaman –eso pasó en el funeral de Sontag– para eventos privadísimos, se junta a tomar café con los más consagrados, con los que se insinúan, con los que se están por ir.
Así es como Mordzinski ha reunido tantas fotos que en cada exposición puede mostrar algunas nunca vistas. Eso está pasando ahora, en la Usina de las Artes, en La Boca. Donde hay muchas fotos nunca antes mostradas. Entre ellas, algunas de Ernesto Cardenal, de Marcos Aguinis, de Alvaro Mutis, de Juan Gelman, de Jorge Volpi, de Adolfo Bioy Casares, de Fogwill.
En fin que aquí das una vuelta y aparece un escritor joven piloteando un avión, es Andrés Neuman y está arriba del avión de una mina, en Colombia. Aparece un señor subido a una máquina de correr en un gimnasio, donde uno no imaginaría a Marcos Aguinis, pero sí, es él en un hotel en Cartagena, también Colombia. Aparece un escritor –nada lo señala como tal, pero la prueba es que lo retrató Mordzinski–tirado sobre un techo de tejas: es el chileno Andrés Rivera Letelier, en Gijón. Asoma detrás de una persiana americana Isidoro Blainsten. Viene subiendo las escaleras del Centro Pompidou, en París, con gorrito Nike, Damián Tabarovsky (y la cruza París-gorrito lo describe). Hay un hombre en un parque, serio, mientras en otro plano un chico vuela para atajar una pelota. Es 1993. El hombre es Abelardo Castillo.
Aquí, en la pared, está Ricardo Piglia en Constitución, en 1993. “El desafío de la muestra –dice Mordzinski– era hacer algo intimista en un espacio tan grande como éste”.
–¿Por qué poner a los escritores en poses raras?
– Intento sacarlos de su pose, intento sacarles buenas poses. Es un viaje seguro, por osado que sea, nunca es ridículo.
Una foto rara es la de María Elena Walsh, tomada en 1997 y nunca exhibida hasta ahora. Maria Elena, contra lo que habíamos dicho hasta ahora, está delante de una biblioteca. ¿Qué pasó? “Es que estaba Sara Facio ahí. Con el tiempo me di cuenta de que hice esa foto como la haría Sara Facio: frontal, con la biblioteca. Lo leo como una señal de cariño a Sara, pero para mí fue un error, porque no fui yo”.
Otro momento que recuerda es el que pasó con Sergio Ramírez, el escritor nicaragüense que fue vicepresidente sandinista. “Me invitó a su casa, estuve dos semanas. Managua era para mí la capital de un sueño. Nicaragua había sido una revolución donde el vicepresidente era escritor, el ministro de Cultura era poeta (Ernesto Cardenal) y, a la vez, era menos radical que la cubana.” Más fotos inéditas en La Boca: está Raquel Robles (Premio Clarín 2008) en su lugar de trabajo: el Instituto San Martín, un correccional adonde la Justicia manda chicos que, presume, cometieron algún delito. Está un Pablo de Santis muy joven, está el cubano Leonardo Padura en un cementerio “donde todos quisiéramos morir”, en Puerto Rico, está el poeta Juan Gelman tocando el bandoneón y sonriendo con muchos dientes, en 2012. Están los ojos de Lucía Puenzo, ese mismo año. Está Bioy Casares ya viejito y un tranquilo Mempo Giardinelli en una silla de lona, en la galería de su casa, en Chaco, mirando al fondo.
Acá está Eduardo Berti en Tilcara, anotando quién sabe qué ideas (o lista de compras) en un cuadernito, está Héctor Tizón junto a un arbolito, en 1999, está Selva Almada (cuya novela El viento que arrasa fue elegida libro del año en la encuesta de Revista Ñ hace unos días) y está Fogwill, en la Unesco, París, en 2007.
No es muy de hacerse el gracioso el historietista Manuel García Ferré, creador de Hijitus, de Anteojito, del Boxitracio, del Profesor Neurus, de Trulalá entera, pero aquí está, montado en la escoba de la bruja malvada y tan contento. La foto fue tomada en París, este año.
Ahora, el fotógrafo pasea por el laberinto que es la exposición, mira a los autores, se mira, cuenta algo que le llama la atención. “A veces se piensa que haber leído mucho a un autor, conocerlo muy bien, contribuye a retratarlo mejor. Las primeras fotos de escritores que hizo fueron las de Borges, y me gustó mucho como quedaron, fueron fotos interesantes. Más tarde, en 1979, le saqué a Cortázar, a quien había leído tanto, a quien le debía mi viaje a París. Y no.”

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