Una proclama de piedad y mesura: «ANALECTAS», de Confucio

Representación de Confucio en un papiro chino de la época Song (h. siglo XII).
Representación de Confucio en un papiro chino de la época Song (h. siglo XII).

Por Ignacio González Orozco.

En el mundo de lengua española recibe el nombre de Confucio el filósofo chino Kong-fu-tze (h. 551-h.474 a.C.). Su biografía está llena de incógnitas y ha llegado a nuestros días desvirtuada por la leyenda. Vástago al parecer de una familia aristocrática, recibió una esmerada educación que le permitió ingresar en el cuerpo de funcionarios de la corte de Lu (actual Shandong, en la costa norte de China). Su inteligencia y conocimientos le permitieron acceder a importantes cargos, pero también se vio envuelto en intrigas palaciegas que le obligaron a exiliarse, tras lo cual recorrió distintas regiones predicando entre sus soberanos las ventajas del buen gobierno (por entonces, el territorio chino se dividía en varios reinos autónomos). Finalmente pudo volver a Lu, donde centró sus esfuerzos en la formación moral de los jóvenes, tarea que realizó con unción ejemplar y no menor satisfacción íntima, hasta el punto de que se definió a sí mismo como “un hombre tan apasionado y entusiasta que a menudo se olvida de comer y pierde la conciencia de la llegada de la vejez”.

Gracias a sus alumnos, las enseñanzas de Confucio fueron codificadas en el volumen titulado Lun-Yü (Discursos y diálogos), también conocido como Analectas. Con estructura dialogada similar a las obras de Platón, consta esta obra de sucesivas conversaciones en las que el maestro pregunta a sus discípulos, escucha sus respuestas, inquiere de nuevo y contesta a las dudas del auditorio. De ese modo tan mayéutico se exponen los principios básicos de la filosofía confuciana, que versan sobre todo acerca de la virtud del sabio, las normas de la conducta humana y los principios del gobierno de los estados.

Confucio nunca se preocupó por el origen del cosmos, que de seguro atribuía a la divinidad. Su intención era práctica, pues pretendía restaurar la armonía moral que había estado presente, a su juicio, entre los primeros y legendarios gobernantes de los estados chinos. Modesto entre los humildes, negó la originalidad de su pensamiento en la célebre frase «Yo transmito, no creo».

El concepto angular de la doctrina confuciana es el Jen, la virtud que debe regir todos los actos del ser humano, tanto en su faceta individual (el comportamiento ético) como en su dimensión colectiva (el comportamiento político). ¿Y en qué consiste esa virtud? Sencillamente, en la atención y piedad hacia los demás. Podría expresarse con la máxima “no hagas a los otros lo que no quieras que te hagan a ti”, siglos más tarde popularizada en Occidente por el cristianismo. Confucio lo expresó así: “El poder conducirse con los demás como quisiéramos que se condujeran con nosotros, éste es el verdadero dominio de la virtud moral.”

A partir de este principio general se derivan por sí solas las reglas mayores de la sociabilidad, que son el altruismo y la equidad. Confucio insistió en que cualquier ser humano, noble o plebeyo, culto o ignorante, podía alcanzar tan sencilla comprensión por obra del mero sentido común.

El Jen debía practicarse en las cinco relaciones humanas básicas, que el filósofo, deudo de su tiempo, enumeró con sendos binomios: soberano-súbdito, padre-hijo, hermano mayor-hermano menor, esposo-esposa y amigo-amigo. En todos estos vínculos debía prevalecer la humanidad, nunca el interés. Y entre todas estas parejas, el Jen adquiría su máxima grandeza en el trato entre personas de diferente rango.

Confucio insistió en que la virtud era la única señal de distinción entre los humanos. No se es más digno por la ascendencia, los títulos, el éxito en los negocios o el poder de que uno dispone, sino por la excelencia moral: “Todos los hombres tienen la misma naturaleza; son sus hábitos los que los distinguen. Solamente dos clases de hombres no cambian nunca: el más sabio de los sabios y el más torpe de los torpes.” Sin duda alguna, esta enseñanza fue revolucionaria en su momento, máxime si se tiene en cuenta que China, en el siglo V a.C., vivía bajo un régimen socioeconómico equiparable al feudalismo europeo de la Edad Media. Aun así, no debe confundirse la doctrina confuciana con ningún tipo de pregón antisistema (valga el uso de tan moderno y popular término), ni tan siquiera con proyectos de reforma social. Confucio no se enfrentó a las estructuras sociales de su época, solo pretendió humanizarlas. Y sin embargo, en la proclama de esta dignidad común se atisba un antecedente de la condición de ciudadanía, base de las democracias modernas.

No puede haber régimen malo, pensaba el filósofo chino, si el gobernante asume la necesidad de practicar el Jen y lo convierte en su guía para los asuntos del Estado. De ese modo, la virtud se materializa en leyes sabias que mantienen la paz y tienden a la justicia social. Para ello, soberano y súbditos deben coadyuvar por igual al bien común con la práctica de una derivada del Jen, el I, virtud consistente en el honrado cumplimiento de la función social, sea esta cual sea. Tal atributo estaría relacionado en términos contemporáneos con la profesionalidad, cualidad muy apreciada en nuestras sociedades del siglo XXI.

Para lograr los beneficios de una vida social armónica, Confucio insistió también en el mantenimiento de una conducta mesurada y decorosa: las buenas maneras son tomadas como referente formal de una conducta no ofensiva hacia las demás personas. Y siempre con dominio ejecutivo de las propias emociones, porque “El autocontrol rara vez le lleva a uno a equivocarse”.

Así pues, no hay felicidad posible sin el Jen, ni individual ni colectiva. O cuando menos felicidad verdadera, basada en la sabiduría y la tranquilidad de conciencia, y cifrada en el propósito de evitar el sufrimiento ajeno. Se trata, por tanto, de una satisfacción íntima y de cariz intelectual, ajena a cualquier expectativa de recompensa. Y sin embargo, el virtuoso puede confiar –si cabe decirlo así– en un merecido reconocimiento a su recto proceder, incluso con obtención de premios materiales.

Aun planteada como ejercicio deontológico, la propuesta moral de Confucio tiene una fuerte vertiente utilitarista. Expresado en términos burdos, diríamos que ser bueno es rentable. Valga el símil: un tabernero confuciano sólo serviría buen vino para satisfacer el paladar de sus clientes, porque ese sería el deber anejo a su rol social, y no para atraer más público que sus rivales, como haría el tabernero de Adam Smith. Ambas conductas tienen buenas repercusiones sociales, pero la primera siempre será más grata al corazón de los parroquianos. De cualquier modo y en ambos casos, la recompensa no se halla en otros mundos sino en este, porque la paz del ánimo representa para Confucio la mayor felicidad, venga o no acompañada de bienes materiales.

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