La mala salud de los escritores

En el libro «El Temblor de Shakespeare y la Tos de Orwell», el médico de Harvard John J. Ross repasa la mala salud de históricas figuras destacadas.

El anciano irlandés era un manojo inflamado de males, con la respiración laboriosa, la presión arterial desenfrenadamente fuera de control, los riñones a punto de caer en insuficiencia y el corazón en fibrilación.

«Lo que tenemos aquí», expresó su nuevo médico español, «es un antiguo esclerótico cardiorrenal de edad avanzada».

De hecho, lo que el doctor tenía ahí era a William Butler Yeats: el poeta tenía una larga lista de problemas de salud crónicos y experimentó una de sus crisis cardíacas habituales mientras pasaba el invierno en España. Falleció tres años más tarde de un infarto, en 1939, a los 73 años.

¿Qué es lo que hace que antiguos historiales médicos como el de Yeats sean tan cautivadores? Tienen un valor educativo, pero su principal atracción es, sin duda, su impacto emocional.

Al tiempo que contemplamos la mala salud de históricas figuras destacadas, podemos suspirar vigorosamente ante el inmenso sufrimiento que ellos consideraban rutina, estremecernos frente a los disparatados tratamientos que experimentaron, y maravillarnos de que el cuerpo, el cerebro y la mente puedan tomar caminos tan divergentes.

Estos placeres están presentes de sobra en «Shakespeare’s Tremor and Orwell’s Cough» (El Temblor de Shakespeare y la Tos de Orwell), de John J. Ross, médico de la Universidad de Harvard.

La disertación de Ross sobre Shakespeare es singular entre la colección de 10 bosquejos por su escasez de datos relevantes: tan pocos detalles se conocen de la vida del dramaturgo que todo comentario es necesariamente una suposición. Ross no es el primero en apuntar que las referencias a la sífilis son «más abundantes, indiscretas y clínicamente precisas» en las obras de Shakespeare que en las de sus contemporáneos. Esta observación lleva a la hipótesis de que Shakespeare tuvo sífilis en repetidas ocasiones de joven, y sufrió más gracias al tratamiento que a la enfermedad.

Los isabelinos trataban la sífilis con una combinación de baños calientes, purgantes y generosas cantidades de mercurio. El babeo que acompaña al envenenamiento por mercurio era considerado una señal de excelente progreso terapéutico, escribe Ross: «Los diestros médicos ajustaban la dosis de mercurio para producir aproximadamente litro y medio de saliva al día durante dos semanas».

Por lo tanto, cuando Shakespeare firmó su testamento un mes antes de morir con una mano temblorosa, ¿acaso su temblor no era posiblemente una señal de daño al sistema nervioso gracias a las dosis de mercurio en su juventud? La historia del poeta invidente John Milton es parecida. Mucho se sabe sobre el largo deterioro de la vista de Milton y otros detalles de su delicada salud, pero Ross observa que muchos de sus problemas parecen haberse resuelto una vez que de hecho quedó ciego.

¿Acaso se estaba medicando él mismo con panaceas a base de plomo con la esperanza de impedir lo que Ross argumenta fue probablemente un desprendimiento progresivo de la retina, recuperándose después del envenenamiento por plomo una vez que su visión estuvo irremediablemente perdida? Ross no ha escrito un libro perfecto. Las escenas ficticias que crea entre algunos de sus personajes y sus proveedores médicos debían haber sido eliminadas por una mano editorial, la que podría también haber lidiado con más de unos cuantos errores gramaticales.

Sin embargo, estos «peros» se desvanecen cuando Ross toma su ritmo narrativo, como a menudo lo hace. Entonces los relatos de los lastimados escritores se desenvuelven sin problemas, tan fascinantes como cualquiera escrito por ellos mismos, esos ejemplos defectuosos, jadeantes, infectados y dementes, si bien superlativos, de la condición humana

 

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