«La flauta mágica»; viaje musical hacia la luz

Por: JB Rodríguez Aguilar

Atravesaremos, gracias al poder la música, la sombría noche de la muerte”, cantan de la mano Tamino y Pamina en las escenas finales de La flauta Mágica (Die Zauberflöte), tras haber superado las pruebas impuestas por Sarastro y su camarilla de sacerdotes para acceder al Templo de la Sabiduría. Ese sería el resumen del gran viaje iniciático de la oscuridad a la luz que, disfrazado de cuento de hadas, se erigió en última creación lírica de Mozart y síntesis postrera de su talento sobrenatural, actualmente en cartel en el Teatro Real de Madrid.

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Compuso Mozart una obra que no cabe tildar de ópera, como tampoco de mero singspiel (teatro cantado, similar a nuestra zarzuela), pues su dimensión y alcance dejan muy atrás tal concepto, en 1791, ya en la fase última de su corta vida, y en unos momentos muy delicados para él, de penurias materiales, de sufrimiento anímico y espiritual, debido al ostracismo a que se vio relegado poco antes de morir. Fue en uno de sus viajes a la caza de encargos por la cortes de Europa, cuando Mozart conoció a Emanuel Schikaneder, el autor del libreto y, al igual que él, masón confeso, quien lo inspiró para componer el que hoy se considera su testamento musical, según los ideales de justicia, igualdad, fraternidad y saber basado en la razón, rasgos definitorios de las sociedades masónicas.

Komische Oper Berlin "DIE ZAUBERFLOETE"

La obra se presenta como un cuento infantil, en lo que constituye un puro envoltorio. En su arranque, Tamino, un extraño príncipe, huye de una serpiente gigante a la que dan muerte tres damas al servicio de la Reina de la Noche. Seguidamente, el príncipe conocerá a su compañero de aventuras, el pajarero Papageno, un tanto desafortunado en el amor. Junto a él, se lanzará a una suerte de gincana cósmica tras recibir la encomienda por parte de la Reina de la Noche de rescatar a su hija Pamina, de quien Tamino se enamorará en el acto al contemplar su retrato. Pamina está en manos de un supuesto tirano llamado Sarastro, quien se revelará en realidad como un hombre sabio, el gran sacerdote de la Orden de Isis y Osiris. Para sortear los peligros que les surgirán por el camino, las trampas y acechanzas de las fuerzas del mal (personalizadas en la propia Reina de la Noche, en sus damas, y en Monostatos, el sirviente traicionero de Sarastro), así como las tres pruebas que habrán de pasar para ingresar en la citada orden, la pareja protagonista recibirá un par de instrumentos musicales capaces de obrar el encantamiento a su alrededor: una flauta mágica para Tamino, y unas campanillas o carillón para Papageno.

Como se aprecia, todo en La flauta mágica se entiende desde el punto de vista del símbolo, de los juegos de elementos antitéticos. Al reino de lo oscuro y de las fieras, de las cavernas y pasadizos, del frío y del silencio en forma de candados, se opone el reino de lo luminoso y de las criaturas celestes, de los templos y jardines egipcios, de la radiación solar y de la música, simbolizada en los instrumentos mágicos. El número tres, por su parte, está presente en toda la obra desde los acordes iniciales de la obertura, pasando por los tríos de damas y de muchachos protectores, las tres pruebas de iniciación, etc.

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El Teatro Real nos trae en esta ocasión un montaje del australiano Barrie Kosky, procedente de la Komische Oper de Berlín, que ha sido aclamado allí donde se ha estrenado. Son muchos los atrevimientos de esta producción, polémicos algunos, si bien los aciertos pesan más en el balance del conjunto. En primer lugar, una apuesta radical por un nuevo concepto de escenografía, genuina del siglo XXI, en el que todos los decorados y elementos de atrezo son animaciones digitales. En un planteamiento completamente opuesto a la tradición de los teatros de ópera, que siempre han fundamentado su diseño en la profundidad y perspectiva del escenario, el montaje renuncia a esa profundidad, sitúa el plano de proyección casi a la altura del telón de boca, y es en dicho espacio donde tiene lugar toda la representación. Los cantantes quedan comprimidos en esa estrecha franja horizontal y han de interactuar en todo momento con las imágenes virtuales. A partir de ahí, el despliegue de fantasía es desbordante. La obra, por su carácter mágico y de fábula, resulta propicia para ello. El resultado a ojos del espectador es el de una viñeta animada, una especie de linterna mágica en la que la mezcla de estéticas y de iconos de la cultura pop adquiere carácter casi hipnótico. El lenguaje del cine se impone desde el principio en sucesivos homenajes a los orígenes del séptimo arte: así el Papageno transformado en Buster Keaton; el Monostatos, en Nosferatu; o el Sarastro al modo de Abraham Lincoln en El Nacimiento de una nación. Y lo que sin duda es más peliagudo aún, y fuente de algunas críticas: la sustitución de los diálogos de la obra original por sucintos letreros proyectados al estilo del cine mudo.

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La sensación final es la de haber asistido a una gran experiencia global de los sentidos, pretensión que es intrínseca al propio género operístico, desde que se inventara a mediados del siglo XVII en la República de Venecia. Todo ello sustentado siempre por la música extraterrestre de Mozart, que tiene el poder de hechizarnos en su prodigiosa factura. Nos sucede lo que a Monostatos y sus esclavos cuando escuchan las campanillas tocadas por Papageno: nos arrebatamos al baile, a la belleza y la luz que nos trasmite una música que, sin saber cómo, nos transporta a un grado superior de conocimiento. Es una mezcla indescifrable de divinidad y de emoción humana. La aproximación más telúrica a la perfección.

(Fotografías tomadas de la producción del Teatro Real de Madrid, del 16 al 30 de enero de 2016)

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