Un hombre y un conflicto

Por Adolfo Muñoz.

Después de la nieve

Ricardo Martínez Llorca

Desnivel

Madrid, 2016

96 páginas

Ricardo-Martínez-Llorca-presenta-nuevo-libro (1)La contracubierta de Después de la nieve (Desnivel, 2016), el último libro de Ricardo Martínez-Llorca, termina diciendo que “como en los clásicos de la literatura, esta obra no se sostiene sobre ningún tipo de trama, sino sobre el conflicto”. Esto es una exageración palpable en lo que se refiere a la primera parte la afirmación (entre los clásicos de la literatura hay una enorme cantidad de obras que se sostienen sobre la trama), pero no lo es en lo que se refiere a Martínez-Llorca, cuya literatura procede de Melville y de Faulkner, pero sobre todo, creo yo, de Joseph Conrad. Literatura de conflicto reducida a su más pura quintaesencia, pues el conflicto que aflora en las obras de Martínez-Llorca no es primordialmente social sino personal: el conflicto de un hombre enfrentado a su existencia. Ese hombre contempla el mundo como contempla el mar de nubes el viajero de Caspar David Friedrich: como una plasmación de su propio ser, de su propio conflicto.  

La literatura de Martínez-Llorca es una literatura de personajes o, más bien, de personaje, pues, del mismo modo que cada nuevo libro suyo parece una profundización del anterior, sus protagonistas parecen en el fondo uno solo, y su comportamiento particular, una variación del comportamiento extraño de sus anteriores personajes. Carlos Marín, el lobo estepario, el holandés errante de esta novela, es un escalador de solo integral, especialidad que es a la escalada lo que la ruleta rusa es a la ruleta. Después de ganarse el respeto del mundillo escalador, Carlos se convierte en un sin techo, viviendo en los descampados de la ciudad sin pertenecer a ella. Es un ejemplo más de ese personaje que vive una vida al límite, como proyección de un conflicto interior que nunca se resuelve.

Sospecho que en la vida de Ricardo Martínez-Llorca ha habido dos días especialmente importantes: el día de la muerte de su hermano en los Alpes, que dio origen a su primera novela, Tan alto el silencio, y en cierto modo a todas las demás; y el día en que, en un largo viaje por Mongolia, sintió una especie de ataque de angustia, o de vértigo, relacionado con la lejanía a su tierra y, más contundentemente, con la ausencia de una tierra propia; es una sensación que puede producir la contemplación de las estrellas y la ausencia de una verdadera casa.

Se acaricia la muerte para darle celos a la vida, objeto casi imposible de nuestros intentos de conquista. Los personajes de Martínez-Llorca viven en ese mundo que el común de los mortales apenas alguna vez nos atrevemos a contemplar, viven entre la atracción de la muerte y la desorientación en el espacio.

Es curioso que, siendo este el mundo literario de Martínez-Llorca, lo haya afrontado siempre con un lenguaje muy barroco, cargado de metáforas que no siempre logran lo que pretenden, dar vida y color al conflicto. Con los años, el lenguaje de Martínez-Llorca se ha ido despojando de lo más superficial de ese barroquismo: hay, sobre todo, menos adjetivos en su prosa, y aparece aquí, como elemento muy destacado, la doble negación, un rasgo igualmente barroco que resulta en él mucho más interesante que la anterior abundancia de adjetivos, pues el enfrentamiento de espejos nos conduce, mediante la mise en abyme, al conflicto esencial de su literatura: a la caricia de la muerte y a la angustia de las estrellas.

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