Un nuevo premio a la mejor novela de la década_ Los libros arden mal, de Manuel Rivas

Por Cesar Alen.

librosLlegó justo a tiempo, en una sinergia mágica, una corriente telúrica. En mi memoria literaria, cerca del apartado de la psicomitología, está ya para siempre la magna obra de Manuel Rivas: Los libros arden mal. Ahora, coincidiendo en un plano temporal con mi intención y admiración le otorgan el premio Mondoñedo 10, como la mejor novela de la década.

Desde que leí el libro sentí la sensación de que estaba ante una obra de largo recorrido, de calado, todo un clásico contemporáneo, y no me equivocaba. El libro ha  merecido el premio de la crítica y libro del año en el 2006, y ahora el Mondoñedo. Las sinergias de nuevo, la  intuición de lector lúdico, al estilo del viejo Montaigne no fallan. Dejando de lado la visión filológica y técnica, abrazando la experiencia vital, el entronque con la más profundas raíces identitarias, que atraviesan la etnografía para extrapolarse al ecumenismo.

Rivas horada la historia para llegar a la  intrahistoria, da vida a personajes de una absoluta verosimilitud aristotélica. El cruel escenario de la guerra civil forja su  psicologismo, convirtiéndolos en caracteres de un evidente naturalismo que recuerda a Emilia Pardo Bazán, en La tribuna, alumna aventajada de Emile Zola, aunque la escritora gallega había marcando ciertas distancias con el determinismo y la herencia como únicos fundamentos del movimiento.

El devenir de sus personajes, la dureza del relato, las historias tan humanas, que en todo momento rozan el drama, el drama que a menudo enseña el éxtasis, su anverso, una felicidad desesperada, una suerte de climáx vital, necesario para vivir, para tan siquiera subsistir, para sentirse humano, para no romperse en mil trozos dispersos, deslavazados, biografías rotas, apenas pergeñadas en una fantasía creadora, gozosa, lírica. En las abundantes disgresiones podemos encontrar reminiscencias de Joyce, al fondo, con un retrogusto de la mejor literatura europea de principios del siglo XX. Las palabras, el uso de las palabras, herramienta de la mente, el poder de la gramática por sobre todas las cosas. El mismo Rivas dice: “Hay que rescatar el sentido de las palabras, que están secuestradas”.

En esas palabras, en la conformación y búsqueda de la pulsión literaria, en el intento de recreación del realismo mágico, se intuye a Cunqueiro, su esteroscópica utilización del lenguaje como caja de resonancia de la desbordada imaginación.

Encuentro los hilos de un alocado romanticismo, de un heroico planteamiento vital, a veces imposible, casi siempre truncado por las injusticias, por el transcurso de los acontecimientos, imprevisibles y dolorosos. La miseria, el deseo, la injusticia, la crueldad, el valor,  todas esas características humanas están presentes en Los libros arden mal.  En la novela de Rivas cabe el mundo, el mundo entero, sin necesidad de comprimir nada, de apretar, porque es inmenso, extenso, poderoso, amplio y definitivo. Los personajes son arrastrados por los avatares de la vida, por el incierto devenir, como la corriente de un río, y sus biografías quedan expuestas, atrapadas en la memoria, como viejas bolsas ensartadas en las ramas, tras una crecida. Pocos son dueños de sus destinos, en una época convulsa como el inicio de una guerra, las circunstancias son poderosos argumentos que modelan la existencia colectiva, y los individuos intentan mostrarse o esconderse, existir. Los que resisten el empuje de la  historia, son  en definitiva, los que consiguen ser reconocidos, reconocibles, con fisionomías y psicologías propias, labradas con la individualidad, con el hálito esencial, diferenciador.

Esos son los personajes que dan cuerpo a la novela,  que la hacen singular, los que permanecen ya para siempre en la memoria: Arturo da Silva, el boxeador, entrañable, duro e inocente a la vez, el juez amante de los libros, la actriz María Casares, hasta el “infeliz” de Curtis, Zonzo con sus rarezas y sus silencios, el personaje de la madre, la enigmática cantante con nombre incierto, tanto es María Belida como María Saudade, siempre encaramada en una de las míticas galerías, “Las cajas de luz”, en las que sus habitantes hacen la vida, ese guiño arquitectónico a la ciudad, uno de sus emblemas, las galerías blancas que reproducen la luz, la atrapan y la lanzan de nuevo a la marina. Está Corea, el amigo de Zonzo, enamorado de su madre, la mujer solitaria de la galería. La triste historia de Sada, el hombre invisible, el hombre que se creía invisible, una nota de deliciosa inocencia, una inocencia trágica. Curtis, Terranova, Dez, el despiadado, y los otros sin nombre; el escritor de novelas del oeste,los arponeros. Todo esto me recuerda a Melville, como iba a ser de otra manera. El mar omnipresente, la sal, el yodo. Marineros cosmopolitas en un mundo quieto, inamovible, inmutable. Porque no decirlo, todo el libro me recuerda a los grandes narradores norteamericanos. En la personificación de los lugares, las calles, las playas, los bares, las tiendas, todo ese entrañable juego de sentimientos. Hay algo de Faulkner  en la imborrable identificación de un paisaje, de una tierra ficticia que se vuelve historia, historicismo (Yoknapatawpha, condado de Lafayette, Misisipi), Monte alto, la calle Elviña, las playas, los cantones, la plaza de María Pita, el Orzán, el viaje a los Caneiros,  paisajes todos ellos que enmarcan el relato, situándonos en  un territorio reconocible y mitológico.

Grandioso, completo, homérico. La vida en estado puro. La historia desnuda, expuesta, abierta en canal, mal oliente a veces, dulce otras. En realidad lo que hipnotiza, lo que realmente importa es el estilo (como el mismo Bowles me dijo poco antes de morir). Ata,  hila,  enhebra las palabras para realizar frases certeras, que engarzan con gracia en interminables párrafos. Nada resulta desolador en las manos de Rivas. El lirismo lo impregna todo. La sabiduría del lenguaje lo asimila todo, encaja a la perfección los golpes del relato, como un buen fajador.

El narrador en tercera persona nos guía con conocimiento, con certeza, un maestro de ceremonias perfecto, omnisciente. Aderezado con los diálogos ocurrentes,   necesarios, alejados del rancio folklorismo y de un recurrente maniqueísmo histórico, con una fraseología de registro  coloquial e idiosincrática.

Pero si algo destaca, si algo queda impregnado es la exagerada crueldad, la sanguinaria sed de venganza de los vencedores, de los fascistas. La persecución implacable, cainita, a la que son sometidos los vencidos. Escenas del más depurado matonismo, cercanas al sadismo. No basta con vencer, con mandar y gobernar, no, se trata de humillar, de doblegar el espíritu, comer la moral, como hediondos antropófagos, merodeadores del mal, los paseadores, figuras atroces, alegorías dantescas. En Dez y Terranova, describe a la perfección esa obsesión.  Otro ejemplo es el capítulo Las bofetadas de los muertos, un relato que ya conocía por boca de mi padre, “in situ”, de pié en aquel angosto puente, el agua salta del embalse con furia, precipitándose sobre una verticalidad insalvable, definitiva. Mi padre me contó la historia y sentí miedo, mucho miedo y vértigo y odio e incomprensión. La agreste naturaleza como escenario del mal. A aquel pobre maestro colgado del puente le cortaron los dedos, uno a uno, hasta que se precipitó cascada abajo y desapareció en la corriente enfurecida del río, entre afiladas rocas. El estruendo de la corriente silenció los disparos, los gritos, el horror. Mi padre siguió contando  y yo permanecí atónito, como delante de una película de cine negro, imaginando la cara de los presentes, cuando el profesor apareció en aquella vieja taberna del Ribeiro y plantó sus manos amputadas en la carcomida y sucia barra.

Los libros, siempre los libros, los libros como personajes, como parte imprescindible del todo, de nuevo la personificación. Hasta aquella aciaga tarde de verano del 36, en la dársena,delante de la casa rosa, en el puerto de  A Coruña, en donde los falangistas intentaron lo imposible, un fútil gesto ignorante, doloso. Las columnas de humo de la triste hoguera contaron su historia, desdibujadas contra el firmamento claro. Por suerte, ese acontecimiento tétrico ha sido literaturizado por el gran escritor gallego y ése es un poder indestructible, un acto salvífico.

Ahora cada vez que paso por delante de ese edificio en el paseo marítimo, no puedo evitar pensar en la quema de libros, en aquella pira funeraria, y siento pena y alegría al mismo tiempo. Me imagino a aquellos ridículos fascistas con sus brillantes trajes de cuero, brazo en alto, esclavos de la ignorancia, del horror, sometidos por los delirios  megalómanos, por pseudoteorías  intelectuales que intentaron cambiar el rumbo de la historia, como las del filósofo aleman Carl Schmitt, ideólogo del tercer Raich, e inspiración para Fraga Iribarne, en su búsqueda de un “mito”, que ciegue a la población y sucumba a sus encantos, decidida a todo.

Ahora cada vez que paseo por dársena con un libro en la mano, distendido, perdido en mil ensoñaciones, con paso tranquilo, entre  civilizados y afables  saludos, miradas, reconocimientos mutuos, niños jugando confiados, el sol en lo alto y las nubes al acecho, los barcos balanceándose con levedad sobre un mar dócil, me detengo delante del edificio donde se quemaron todos aquellos libros, y me acuerdo con regocijo  de que Los libros arden mal.

One thought on “Un nuevo premio a la mejor novela de la década_ Los libros arden mal, de Manuel Rivas

  • el 3 noviembre, 2016 a las 1:14 pm
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    Otro fantastico relato,que nos toca el alma y nos hace pensar.Que no se repita la historia macabra de estos descerebrados

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