Ante el tiempo

De Raúl Andrés Cuello sobre “El sentido de un final“  de Julian Barnes

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Una frase: “La historia son las mentiras de los vencedores […] y los autoengaños de los derrotados”.

Otra frase: “La historia es la certeza obtenida en el punto en que las imperfecciones de la memoria topan con las deficiencias de documentación.”

Una tercera frase: “Lo que acabas recordando no es siempre lo mismo que lo que has presenciado.”

Estas frases podrían formar parte de El ruido del tiempo, última novela de Julian Barnes (Leicester, 1946). Sin embargo constituyen el eje de su novela anterior El sentido de un final, galardonada con el premio Man Booker en 2011. A continuación analizaremos por qué creemos que esto es así. Ahí vamos

La historia se centra en la reconstrucción que hace un hombre mayor -Tony Webster- de sus vivencias juveniles junto a su tropilla de estudios de secundario -entre otras cosas menores-. Así es como recuerda al integrante más inteligente, decidido y valiente, el prometedor Adrian Finn. En la primera parte del libro Tony intenta rescatar aquellas dotes que hacían de Adrian su personaje favorito. Allí es donde Barnes, con maestría apunta todos sus cañones y nos introduce en las peripecias de cuatro jóvenes deseantes: de saberes, de aventuras sexuales, de literatura. Es llamativa la soltura con la que cuenta Barnes a la hora de superponer reflexiones, de estableces vínculos dialécticos y de entregarle sentido a cada frase. El resto de la novela, casi hasta el final, sirve de nexo para rellenar algunos espacios vacíos que astutamente fue sembrando su autor.

Cabe preguntarse ahora ¿cuál es el disparador de esta novela?

Pues bien, el suicidio de Adrian Finn es un MacGuffin recargado que hace que nos preguntemos acerca de los acontecimientos y su degradación -su resignificación- en el tiempo. Entonces comenzamos a entender que El sentido de un final, es más un tratado de argumentación que una novela a secas.

Repasemos esta reflexión de Tony Webster para dar cuenta de lo que dijimos anteriormente:

Vivimos en el tiempo -nos contiene y nos moldea-, pero nunca he creído comprenderlo muy bien. Y no me refiero a las teorías sobre cómo se dobla y se desdobla, o a que pueda existir en otro lugar en versiones paralelas. No, me refiero al tiempo ordinario, cotidiano, que los relojes de pared y de pulsera nos aseguran que transcurre regularmente: tic-tac, clic-cloc. ¿Hay algo más verosímil que una segunda aguja? Y, sin embargo, el placer o el dolor más nimio basta para enseñarnos la maleabilidad del tiempo.

Esta, que podría ser perfectamente la definición de tiempo de un Cronobiólogo, es el marco de referencia, la estructura madre de donde surgen los cuestionamientos de Tony Webster. Todo en la novela tiene un brazo atado al tiempo y los marcos de referencia: relojes que se dan vuelta en las muñecas de los jóvenes estudiantes, reflexiones en la clase de historia, el repaso por antiguas fotografías, la lectura parcial de un diario, la imagen borgeana de un río que fluye hacia arriba, etcétera; expanden su efecto, modificando diálogos, cambiando sucesos o imaginando aquellos que nunca fueron vistos por el protagonista.

En un principio la novela llega a cotas muy altas, ya que a mi parecer trabaja con la aceleración y la excitación propia de los jóvenes. Luego recae al punto en el que parece que el escritor se olvidó de narrar, o se cansó tal vez. Sólo sobre el final -y reivindicando el título de la obra- Barnes decide darle un giro de tuerca, un tour de force, que nos permite llenar vacíos y encontrar el combustible que sirvió para prender fuego la vida de un joven tan prometedor como Adrian Finn.

No vamos a spoilear el final de la novela, simplemente vamos a entregarle la iniciativa al lector para que él reconstruya la imagen en la que Tony Webster, ante el descubrimiento del secreto que le da sentido al final de Adrian, decide comer una patata, y luego otra y elaborar una breve apreciación de la forma de las patatas y su sabor. La condensación de la historia en -a simple vista- una insulsa ingesta de patatas, la imagen de que ante el horror la única escapatoria es la risa, puede encontrar una referencia especular en la frase de Georges Didi-Huberman: Siempre ante la imagen, estamos ante el tiempo.

 

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