Aquella imagen escrita sobre tu piel.

Rubén Mesías Cornejo
El silencio es amigo de los libros y los lectores son amantes del silencio, está claro que a veces resulta difícil que esta ecuación conjugue en un mundo lleno de ruidos y actividad, pero no es imposible que se suscite cuando se tiene la inclinación hacia esta clase de placer fuera sublime o malsano.
Y Sofía, una mujer joven y agraciada que todavía no llegaba a la tercera década de su vida, era aficionada a leer todo lo que fuera legible, estuviera o no contenido en las páginas de un libro, y lo hacía con una ansiedad y vehemencia que no siempre eran comprendida por sus coetáneos. Digamos que ella le confería a esa acción una trascendencia que iba más allá del acto de descifrar un texto compuesto de letras, para Sofía todo podía ser leído y releído otra vez, así pues un cielo repleto de nubes tornasoladas podía ser leído, lo mismo que las ráfagas de lluvia que ese mismo cielo evacuaba como si fueran lágrimas, y sí la naturaleza poseía esta plausible legibilidad ( que igualaba a Sofía con esas gitanas que suelen vislumbrar el destino a través de los cartas o de la quiromancia) era consecuente que los seres vivientes también la tuvieran en igual o mayor medida; sin embargo sabido es que cualquier acción humana que se salga del camino impuesto al rebaño fuera mal visto por los miembros del mismo.
Siendo así, a Sofía no le quedaba otra cosa más que ocultar su afán detrás del convencional acto de coger un libro de un estante cualquiera, abrir sus tapas, pasar sus páginas y dejar que las ideas ahí contenidas la nutrieran, por tal razón Sofía prefería visitar una biblioteca pública, repleta de cientos o quizá miles de volúmenes, a consultar los libros de su mucho más exigua biblioteca privada, pero además tenía otra fuerte razón para maquillarse un poco, ponerse lentes de sol, coger su bolso, calzar zapatos de taco y lanzarse a la calle presa de un impulso ciego profundamente sembrado en su instinto de mujer en búsqueda de experiencias trascendentes, el viaje en sí mismo pertenecía a este conjunto de experiencias, pero el arribo a la biblioteca, con sus mesas separadas y sus lectores prestos a iniciar el ejercicio de la lectura, si es que no lo estaban ejerciendo ya.
Cuando llegó, y una vez hechos los trámites de rigor, Sofía buscó una mesa con pocos lectores para acomodarse e iniciar su propia lectura, su avance hacia la mesa de lectura fue un poco torpe, pues se veía lastrada por el peso de los gruesos volúmenes que atesoraban el pasado de aquella urbe convertidos en recortes de periódico, entonces fue que uno de los lectores se encontraba sentado ante aquella mesa, dejó el libro que estaba leyendo para prestarle una ayuda que Sofía no había requerido pero que necesitaba a gritos. El gesto la impresionó y se creyó en el deber de agradecerlo rompiendo el canónico silencio de aquel espacio consagrado al intercambio de conocimientos.
—No sabe cuánto le agradezco el gesto que ha tenido tan espontáneamente para conmigo, así sin conocerme de nada, me presta un ayuda inestimable, creo que ha plantado usted la semilla de una bonita amistad.
—Favor que usted me hace, bella dama. Simplemente dejé que mi lado de buen samaritano aflorase cuando vi que alguien precisaba de una mano, y quiso la suerte que ese alguien fuese usted señorita…
—Sofía de Laurentis—respondió ella con una sonrisa de oreja a oreja, y sin decir nada más esperando que su nuevo comprendiera que ese interludio de silencio precisaba ser llenado por el nombre y el apellido de su nuevo amigo.
— Valentín Belfiore —replicó aquel caballero de pelo corto y barba bien cuidada que tenía enfrente, el chico vestía un saco, color azul marino, con la camisa ligeramente desabotonada, ofreciendo a quien quisiera verlo una parte del tatuaje que cubría buena parte de su pecho. Sofía advirtió eso y la piel se le erizó de emoción tanto como sus ojos parecieron agrandarse como fruto de la emoción de encontrar algo legible que no estuviera contenido en las páginas de un libro, de modo inevitable aquel tatuaje presentido, imaginado, todavía incógnito le recordó el que ella misma tenía dibujado en la zona del bajo vientre: un timón como el que tenían esos grandes barcos de vela que participaron en la fabulosa Era de los Descubrimientos.
Valentín echó sobre sí la tarea de conducir los libros que Sofía iba a consultar y los depositó sin hacer demasiado ruido sobre el tablero de la mesa de lectura, para no molestar demasiado a quienes ahí se encontraban leyendo. Sofía se acercó y ocupó el único lugar vacío que quedaba en aquella mesa repleta de lectores ocupados en escudriñar los textos que habían pedido a la bibliotecaria, pero Sofía se sentía incapaz de acometer la tarea que la había llevado a visitar ese lugar consagrado al estudio silencioso de aquellas páginas repletas de fotografías y noticias pretéritas; simplemente no podía concentrarse en las ideas que emanaban de esas letras pues sus ojos deseaban realmente escudriñar aquellos signos dibujados sobre la piel de Valentín, los cuales habían sido delatados por la manifiesta indiscreción de aquella camisa abierta, que proclamaba un misterio que Sofía ansiaba descubrir por entero, lo mismo que un arqueólogo anhela desvelar lo que esconde la tierra que pacientemente excava.
Valentín era consciente de la perturbación que su camisa abierta había producido en la señorita de Laurentis, y no podía negarse a sí que le habría gustado quitársela allí mismo para que Sofía pudiese disfrutar por entero de la extraño rostro que tenía dibujada sobre su torso musculoso y bien marcado , pero era obvio que la biblioteca no era el lugar apropiado para una exhibición de tal calibre; el caso era que Sofía también estaba entreteniendo su pensamiento demasiado apartándole de las líneas que estaba leyendo, las cuales habían salido de la imaginación de un ruso llamado Vladimir Nabokov, por eso una de sus manos se alejó del borde de la hoja a la que debía dar vuelta para acercarse a la mano de Sofía y tocarla con la punta de su índice en un claro remedo del toque que el dedo de Dios sobre la mano de Adán, en el fresco que Miguel Angel pintó para los techos de la Capilla Sixtina.
Sofía sintió aquel toque y lo interpretó correctamente; era una señal de que ambos querían más o menos lo mismo, apartarse de la mirada de todos y buscar ese espacio íntimo que sus conciencias anhelaban, pero a la vez que deseaba la cercanía y el contacto con Valentín era consciente de que debían deshacer la situación que les había convocado en la biblioteca, es decir que debían devolver los libros que habían pedido a los estantes antes de ausentarse de aquel lugar; la ansiedad desbocada es siempre mala consejera y bastó que Sofía le echara una mirada para establecer esa complicidad básica que se precisaba para hacer las cosas lo mejor posible y no levantar las sospechas de los circunstantes. Así pues, ambos desenvainaron la libreta de apuntes de donde la tenían escondida y dedicaron algunos minutos a garrapatear sobre aquellas hojas blanco las ideas que pudieron coger al vuelo de sus apresuradas lecturas: era un buen ejercicio, mantenía la mente ocupada y constituía un excelente espectáculo para la platea que seguía sus acciones de manera involuntaria.
Valentín fue el primero en irse, camino hacia el escritorio donde estaba la bibliotecaria sentada frente a la pantalla de un ordenador con la mirada fija en el jueguito que la distraía de la monotonía de su trabajo, la presencia de Valentín trajo de nuevo a la realidad a la señorita en cuestión: tenía que atender al usuario que estaba devolviendo la novela que la biblioteca le había prestado por unos minutos. Cuando se retiró, Valentín le hizo un gesto con la mano a Sofía dándole a entender que la esperaba afuera, en la calle; Sofía siguió tomando unas cuantas notas más, las suficientes para darle un poco de color local a la crónica que pensaba redactar pronto. Escribió en su libreta de apuntes a la velocidad del rayo, dejando las hojas blancas cubiertas por una escritura tortuosa e indescifrable para alguien que no fuera ella misma, luego salió y repitió la misma rutina que Valentín había hecho antes que ella para devolver aquellos periódicos encuadernados al lugar que le correspondía en la hemeroteca local, después salió a la calle con una leve sensación de desasosiego pues temía que Valentín le hubiera hecho la jugarreta de ilusionarla y largarse sin más ni más, pero nada de eso pasó, y Sofía se alegró de que esos temores suyos, los cuales siempre afloraban cuando conocía a alguien que le interesaba, no tuvieron correlato con la situación que ahora estaba viviendo, además no tenía mucho sentido suponer que las cosas empezarán a marchar mal cuando apenas habían comenzado.
Valentín y Sofía empezaron a caminar por la vereda, uno al lado del otro, sin cogerse de la mano ni nada de eso, pues ambos sentían que no el momento de brindarse siquiera esa humilde expansión antes de trabar esa intimidad que la conexión que habían trabado allá en la biblioteca les estaba haciendo desear; la calle lucía un poco vacía sin mucho tráfico peatonal ni vehicular, la noche empezaba a caer ya y estaba ensombreciendo la perspectiva de la espaciosa alameda que se divisaba allá en la desembocadura de la calle, los árboles que la conformaban se elevaban hacia el cielo crepuscular como grandes copos de verdor que se iban ensombreciendo al compás de aquella luz en proceso de extinción, y sin saber muy por qué Sofía dejaba que Valentín la condujera hacia ese lugar tan lleno de naturaleza y de soledad enclavado en medio de las cajas de cemento donde la gente solía recluirse para vivir la mitad de sus vidas fuera de la mirada del otro.
— ¿ Adónde vamos? —preguntó Sofía asombrada al ver que su amigo la estaba conduciendo hacia un espacio abierto en vez de uno cerrado.
— Está claro que vamos a la alameda querida, a tomar un poco de aire —respondió el señor Belfiore con mucha naturalidad, y una sonrisa en los labios esbozada para acentuar su respuesta.
—Pero…pero yo no quiero tomar un poco de aire Valentín.
—Lo sé pero quiero sorprenderte con algo diferente, tienes cara de chica inteligente y seguramente te llamará la atención el sitio adonde acudir contigo.
La sola mención de la posibilidad de una sorpresa iluminó el rostro de Sofía, y sus ojos fueron la prueba viviente de ello al desorbitarse como sucede cuando nos enteramos de que algo fuera de la rutina se suscita, entonces quiso tener un libro en sus manos para ocultar el inconsciente gesto de abrir la boca que acompaña a esa acción, al instante germinó en su mente la idea de verse a sí haciendo ese gesto de sorpresa, y no era que anhelase conservar para siempre esa imagen, sino que sintió la curiosidad de saberse otra y observar a sí misma como si no fuera Sofía de Laurentis.
En ese momento Valentín sacó su celular y apuntó el ojo de la cámara del mismo hacia aquel rostro jubiloso ante el panorama que desplegaba aquella palabra ante su mente, y presionó el botón, y la cara de Sofía quedo congelada en la pantalla de su móvil con los ojos bien abiertas y la boca abierta de puro asombro.
—Quiero que me enseñes la foto, por favor—dijo Sofía haciendo de su voz un ruego.
—Por supuesto que lo haré, pero antes quiero que me prometerás seguirme adonde quiera llevarte sin desconfiar de mí—replicó Valentín con el teléfono bien asido de la mano y dispuesto detrás de su espalda para ocultarlo de la ávida curiosidad de Sofía.
Sofía no estaba en condiciones de pensar ni considerar que estuviera fuera de la esfera de su deseo, por tal motivo asintió, moviendo la cabeza de arriba hacia abajo, afirmativamente, era cuestión de ser cómplice de todo lo que vendría luego.
Valentín se dio cuenta de eso, y le entregó el celular a Sofía para que pudiera verse a sí misma, mientras él se acercaba a un hombre que también parecía formar del paisaje, pues se hallaba con el cuerpo apoyado contra uno de esos grandes árboles que ahora lo parecían mucho más cuando uno los veía de cerca, el tipo tenía aspecto de marginal pues tenía la barba y el cabello crecido, aunque la piel blanca y el cabello rubio como uno de esos turistas gringos que toman fotos por aquí y por allá, pero este individuo en vez de cámara tenía una especie de tambor que había hallado cobijo en su regazo, evidentemente la presencia de Valentín sacó de su letargo al susodicho, y Sofía vio como su amigo le entregaba un pequeño estipendio monetario para que se pusiera a tocar nuevamente el tambor que hasta ese momento había permanecido ocioso junto a ese hombre con aspecto de marginal, que ahora cogió el instrumento y se puso a tocarlo como si hacerlo fuera la cosa más importante del mundo.
—Vamos Sofía , quiero que conozcas el lugar más íntimo del universo.
Aquellas palabras bastaron para que ella se pusiera en movimiento, y su rostro se volviese ansioso buscando eso que Valentín acaba de describir grosso modo.
—No veo nada parecido a un hotel por aquí, solo bosque y mucha oscuridad detrás—respondió con vehemencia Sofía.
—Ja, ja, por ahora no hace falta que veas nada, eso vendrá después, ahora solo quiero que me cojas de la mano y me sigas, mientras el tambor de mi amigo sigue sonando.
Sofía extendió su mano y dejo que Valentín se apoderase de la misma, en ese instante ambos marcharon al unísono hacia aquella oscuridad que reinaba detrás de la oscuridad, no tenía miedo más bien la curiosidad latía en su pecho como su corazón lo estaba haciendo realmente, marcando los sonidos como ese tambor que sonaba fuera con tanta insistencia.
Y la oscuridad pareció contraerse hasta perder su color característico y reflejos de blancura empezaron a rezumar por todas partes como si alguien estuviera apretándolo para que la albura ahí contenida fluyera, al principio débilmente y luego brillando con todo esplendor desde las paredes que ahora aparecían claramente ante los ojos de Sofía, junto con una silla, un colchón y un sofá, amén de los anaqueles repletos de libros, que evidentemente eran propiedad de Valentín. Era un pequeño mundo hermético, separado del exterior por quien sabe qué clase de tecnología arcana que le permitía enmascararse con eficacia de la curiosidad ajena.
—Ahora estamos dentro de mi Refugio, aquí tendremos intimidad y todos los libros que queramos para acompañarnos cuando no tengamos nada que decirnos, ni nada que hacer. ¿Te gusta?
—Es un poco espartano, pero no está mal para pasar un rato lejos del exterior y sus reclamos. Ya sabes el trabajo y esas cosas.
—Inclusive tengo un robot que tiene la capacidad de filmar o tomar fotos si yo se lo ordenó vocalmente—dijo Valentín jactándose un poco de disponer de algo tan raro y prohibitivo para el resto de mortales; pero a Sofía no le interesaba explorar tanto esa faceta de la personalidad de su amigo, lo que ansiaba era inducirlo a quitarse la camisa para que sus ojos pudieran acceder a esas imágenes que deseaba ver a toda costa, pero no quería decírselo con palabras, más bien decidió que un gesto indirecto sería más eficaz para dar entender lo quería que él hiciera para complacerla.
Valentín comprendió que ese silencio que emanaba de Sofía indicaba que su interés no iba precisamente por conocer las capacidades que ese robot podía dar en aquel ambiente, es más se dio cuenta por la dirección de su mirada se centraba en la franja de piel que su camisa descubierta dejaba ver. ¿ Acaso quería que se la quitará?, en eso vio que Sofía se acercaba al anaquel que contenía los libros de Valentín para sacar uno, abrirlo y empezar a pasar sus páginas con gran delicadeza, pues sus dedos acariciaban la textura de las mismas como si se tratara de una piel sensible y viva en vez de simples hojas de papel impresas.
No fue necesario que Sofía repitiese la operación varias veces, para que Valentín comprendiera que debía hacer, para ello preparó su mejor mirada de vampiro, y enfocó sus ojos hacia Sofía, así con los ojos puestos a lo Christopher Lee, Valentín le pareció el hombre más atractivo del mundo, y se animó a acercarse a él con decisión y así principiar a desabotonarle lo que faltaba para que la camisa dejara de cubrir aquella piel que deseaba leer, él la dejó hacer y ayudó un poco a sus ojos desabrochándose la correa dejando que sus pantalones cayeran al suelo dejando al descubierto la trusa Calvin Klein que acentuaba el abultamiento de aquella virilidad en proceso de exacerbación.
Valentín profirió un grito a lo Tarzán y el robot fotógrafo, del cual antes se había jactado, empezó a deslizarse en torno a ellos para tomarles fotos, imágenes que Valentín vería cuando todo aquello hubiera terminado, y la presente circunstancia fuera parte ya de los anales de su propia historia, y de la del Refugio.
Los ojos de Sofía volvieron a desorbitarse cuando vieron que la cara de Christopher Lee era la estaba mirando, con aquella mirada hipnótica inyectada en sangre, que divulgó las películas de la Hammer, se hubiera esperado cualquier cosa, una criatura mitológica, escritura cuneiforme, los párrafos del Necronomicón, todo menos la cara del difunto actor inglés caracterizando al conde vampiro cuya fama engendró el cine , pero más allá de la cara de mister Lee había muchas cosas más para leer, y pensó que si ese cuerpo estuviera desnudo sería más exquisito de contemplar, o de leer si acaso estuviese cubiertos de otros tatuajes o signos dignos de ser contemplados, así mientras ella ayudaba a que los calzoncillos Calvin Klein cayeran en picado hacia el suelo, el ánimo que Sofía a esa operación le dio a Valentín la confianza necesaria para empezar a hacer lo mismo, y perseguir el anhelo que instigaba las manos de Sofía, en su caso sus pretensiones no eran excesivas solo esperaba encontrar las bellas formas de un cuerpo todavía joven para recrearse con su contemplación, y que sus manos pudieran solazarse brindándole caricias a mansalva, hasta más no poder, de pronto los ojos de Valentín descubrieron el timón de un barco bellamente dibujado al costado del vientre de aquella hermosa fémina que ahora posaba sus labios sobre sus tetillas haciéndole sentir esa cosa electrizante que es el preludio del deseo, aun siendo así la visión de aquel timón despertó una segunda conciencia que se encontraba aletargada debajo de aquello que lo hacía ser Valentín Belfiore en su encarnación presente; aquel timón le remitía a rememorar un viaje que hizo desde Varna hasta la costa sur de Inglaterra, un viaje claustrofóbico metido dentro de una caja llena de tierra, el trayecto había sido difícil para él, y cruento para otros que pero el premio final no podía ser más grato: morder el cuello de una joven mujer desnuda como lo hizo antes, en medio de aquel cementerio, con la lluvia cayéndole encima y Lucy ( o ¿ Mina? ) tendida ante él como una bella estatua fúnebre. Toda la peripecia estaba descrita por un autor irlandés cuyo nombre no le venía a la memoria ahora mismo, el caso era que ahora no era el mismo sino el extraño polizonte que había hecho aquel viaje.
Y Sofía era tan bella, con esa piel tan blanca y sedosa, con esos ojos grandes, y esos labios tan bonitos que ahora estaba besando, pero lo que ahora quería era dejarlos atrás para arribar al cuello, ese era el deseo de la cara que tenía tatuada sobre el pecho, tenía que llegar allí como el barco que busca el puerto, no sabía muy porque solo tenía que hacerlo para que su segunda naturaleza estuviera tranquila de una vez por todas.
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