Katyń, la densidad del silencio

 
 
Por Rubén Cervantes Garrido
 

Benjamín Cano. Obra gráfica 2016

“Es sin duda por su carácter de inmediatez sensitiva por lo que todos se atreven a juzgar la pintura”, dice Antonio Saura. “Desconocen que el cuadro no se realiza milagrosamente […], sino a través de un complejo encadenamiento de gestos, rupturas, delicadas o crueles decisiones, borraduras o superposiciones que conducen inexorablemente hacia su acabado inacabamiento”.
Uno de los muchos engaños del arte consiste en convencernos de su inevitabilidad. Los espectadores nos entregamos gustosos al engaño porque en el fondo nos tranquiliza creer que lo bueno y lo bello estaban destinados a existir. Relegamos a un lugar remoto de la conciencia la idea de que la obra de arte con la que gozamos pudo perfectamente haber tenido otra apariencia, una que pudo no habernos emocionado tanto; o que, directamente, pudo no haber existido. Como mucho, el pintor, el músico, el poeta pueden saber de dónde parten pero nunca dónde acabarán. La audacia del artista no consiste en saberlo todo de antemano, sino en saber aprovechar las posibilidades ofrecidas por el azar.
Benjamín Cano renuncia a disimular el componente fortuito de toda creación plástica. Lejos de ponerle coto, invita a la sorpresa. Sobre unas composiciones vagamente fijadas, es la reacción de los propios materiales la que va moldeando su forma definitiva. Más que ningún otro medio, es en sus dibujos donde esto se aprecia con mayor claridad. Cano trabaja con tintas muy aguadas, lo que limita mucho el control que ejerce sobre la forma final de los trazos del pincel. Su relación con los materiales es casi democrática: él decide dónde debe ir la mancha, pero es la propia tinta en su interacción con el papel y manchas previas la que decide su forma y color definitivos. Las gotas rojas, carmines, grises, negras que Cano a menudo deja caer directamente sobre el papel producen efectos solo parcialmente previsibles. Sus huellas, fijadas hace tiempo sobre el soporte, le parecen al espectador que las ve por primera vez como recién caídas. En todas estas obras hay un efecto de palpitación leve pero continua, el acabado inacabamiento de Saura.
En prácticamente todas las obras de Benjamín Cano se da esta sensación de estar aún en proceso de formación. Su gran serie escultórica titulada Pneuma alude directamente a ello, a la presencia de un hálito de vida que sigue habitando las obras tiempo después de haber sido terminadas. Es eso lo que impide al espectador quedarse satisfecho con una lectura puramente plástica. Esta serie de dibujos no es una excepción. Como en otras ocasiones, conocer su título condiciona inevitablemente toda mirada posterior: Katyń. El nombre, para cualquiera que conozca la historia asociada a él, despierta asociaciones desasosegantes; como la tinta aguada sobre el papel, tiñe de manchas inesperadas la pátina tranquilizadora de la mera contemplación estética.
Katyń es el nombre del bosque donde, entre abril y mayo de 1940, cerca de 4.500 prisioneros polacos fueron asesinados y enterrados en fosas comunes por la NKVD soviética. La masacre fue parte de una operación de exterminio mayor, en la que en total se ejecutó a cerca de 22.000 polacos, principalmente militares de alto rango y miembros de las élites intelectuales. Las víctimas procedían en su mayor parte de los campos de concentración rusos de Starobielsk, Kozielsk y Ostaszków, donde se encontraban prisioneros tras la ocupación rusa del este de Polonia, acordada en secreto por la Unión Soviética y la Alemania nazi como parte de su pacto de no agresión de agosto de 1939. Apenas cuatrocientos de los cerca de quince mil prisioneros recluidos en los campos –además de otros siete mil procedentes de cárceles ucranianas y bielorrusas– salvaron la vida.
La masacre de Katyń fue especialmente cruel por las circunstancias que siguieron a su descubrimiento por parte de las tropas alemanas que avanzaban sobre el oeste de Rusia en abril de 1943. Además de aprovechar el hecho para su propaganda antisoviética, los nazis crearon una comisión de investigación formada por miembros de varios países. En su informe, declararon que el crimen había sido llevado a cabo por los soviéticos. Stalin negó las acusaciones y, tras recuperar las tierras ocupadas por los alemanes, formó su propia comisión de investigación, que concluyó que los autores de la masacre habían sido los nazis. A pesar de la inverosimilitud de muchas de las pruebas aportadas, esta sería la versión mantenida oficialmente por la URSS hasta 1990. Como miembro del área de influencia soviética, en la Polonia de posguerra la verdad sobre Katyń fue una verdad impronunciable.
Cabe preguntarse, como hicieron los artistas después de Auschwitz e Hiroshima, qué respuesta puede dar el arte a actos de barbarie como los de Katyń. A pesar de lo inconmensurable del dolor, de la crueldad infinita de los verdugos, hay quienes, como Benjamín Cano, encuentran en ello una fuente de inspiración estética. Se suele decir, de manera algo cursi, que es el tema quien elige al artista y no al revés. De lo que no cabe duda es que todo artista responde a estímulos que casi nunca son esperados; solo cuando uno encuentra un material valioso es consciente de que lo estaba buscando.
Las obras de Benjamín Cano parecen situarse al margen de cualquier contexto histórico, prefiriendo centrarse en la densidad física y emocional de la matanza misma. Cuando le explica a alguien en qué están inspirados estos dibujos, Cano hace siempre una mención al carácter “escuchimizado” de los árboles que conforman el bosque de Katyń. Repara en ello porque es un apasionado observador de la naturaleza, que la absorbe y que nunca la ve como un decorado. Quizá no sea extraño que una persona aficionada a los paseos por los bosques sea especialmente sensible a la masacre de Katyń, al hecho de que el mismo lugar que a él le sirve de retiro espiritual pueda ser elegido por los matarifes para esconder o disimular sus atrocidades.
Es imposible que el escenario donde se ha cometido un acto de barbarie quede incontaminado por ella. Benjamín Cano parece querer viajar a un paisaje que acaba de cambiar sin remedio. El Katyń al que se traslada es un bosque recién abandonado, donde ha dejado de escucharse el último de los furgones militares, donde los pájaros están empezando a regresar tímidamente. Pero la calma es engañosa. El silencio al que inducen estos dibujos parece cargado de un ruido latente, recién acallado: todo silencio posee una densidad proporcional al sonido que lo precedió.
El soporte empleado en estas obras por Benjamín Cano, delicados papeles de gran formato que uno teme rasgar en cada traslado, se presenta especialmente propicio para tratar la fragilidad de la memoria y de la propia vida. La historia se vuelve historia cuando tiene evidencias sobre las que asentarse; al arte, siempre que asuma su carácter ficticio, le está permitido saltarse ese paso para trasladarnos al interior de conciencias que nadie pudo o quiso recoger.
Benjamín Cano. Obra gráfica 2016

 
Benjamín Cano. Los papeles de Katyń. Espacio Contemplación. Arturo Soria 214, Madrid. Hasta el 18 de noviembre

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