Los Relatos de Culturamas: El espíritu de la Navidad, de Salvador Galán Moreu

Cansados ya de paz, amor y polvorones, Salvador Galán viene con el último relato de esta aventura de la revista para rematar lo que nos quedara de espíritu navideño.
Leed y disfrutadlo. Y no perdáis la oportunidad de dejar vuestros comentarios.
Podéis descargar el relato aquí.
El espíritu de la Navidad, Relato Culturamas 4 de enero
Durante la próxima semana abriremos las votaciones al mejor relato publicado en este tiempo y os explicaremos cómo votarlo.
 

EL ESPÍRITU DE LA NAVIDAD

SALVADOR GALÁN MOREU

Para Ignacio Cruz

La cosa empezó así. El viernes veintiuno de diciembre trabajé hasta las diez de la noche preso de una brutal febrilidad. Las voces de los clientes preguntando y exigiendo, los números que marcaban precios y rebajas, las listas de pedidos, ventas o descartes… en suma, todo a lo que debe enfrentarse un dependiente, pugnaba contra un frío irrespetuoso que sólo parecía sufrir yo. Mi novia me ayudó a echar el cierre y volvimos a casa. Nuestra noche se clausuró con sopa humeante, pijama, pantuflas y un sueño, tan reparador como breve, que acabó cuando la alarma de su móvil sonó a las siete y media de la mañana. Ella debía tomar el autobús con destino a Lugo a las nueve, y tras despedirnos me supe incapaz de conciliar el sueño otra vez. Tomé un café soluble, me vestí e hice la maleta. Esperé un par de horas oyendo música y leyendo, y bajé a coger el metro. A media mañana debía estar en mi antiguo piso de Tetuán donde el chico que ocupaba el que había sido mi cuarto me esperaba para viajar a Andalucía en su coche. Previamente debíamos recoger a dos personas más en el sur de la ciudad: su ex novia y el tipo que vivía con ella. Las paradas serían: Granada, donde me quedaría yo, Motril, de donde eran oriundos los otros dos, y por último Málaga, hogar adoptivo del conductor, a quien llamaré mi amigo a partir de ahora.

Deseaba que mi amigo estuviera preparado y esperándome abajo, pero no fue así. Tuve que subir los tres pisos sin ascensor, debilitado como estaba, con la maleta llena de regalos navideños y la insana perspectiva de volver a bajar después. Mi amigo se estaba aseando, y mientras, me dio por recorrer mi antigua casa guiado por un intenso olor indefinible, mezcla de los cuatro sudores masculinos del piso y sus correspondientes aplacadores: cremas, desodorantes y colonias. Entré en todas las estancias (salón sucio, cocina asquerosa, baños repugnantes y habitaciones repulsivas) hasta que llegué al dormitorio mayor. Allí examiné los escasos libros de la estantería, entre los que encontré uno de cuentos de cierto autor que me gustaba del que había leído prácticamente toda su poesía y un volumen de relatos distinto a aquel. Era una edición de bolsillo roja, no muy antigua, que decidí coger prestada. Sí: prestada. Al haber vivido con el propietario, mi intención era devolver el libro. El tiempo ha pasado y no lo he hecho, es verdad, pero juro que fue así. Con esto no estoy negando mi tendencia al hurto, no, reconozco haber sido muy ladrón en algunas épocas de mi vida, pero aquella fue la primera y última vez, al menos hasta ahora, que he mangado algo a un conocido. Y lo cierto es que me preocupó más faltarle al respeto a ese espacio que había sido mi hogar tanto tiempo que a mi antiguo compañero. Pero esa es otra cuestión. El caso es que escondí el libro en la funda de mi ordenador portátil pensando en leerlo durante mis cortas vacaciones y devolverlo a la vuelta. Bajamos al garaje, cargamos y salimos en dirección a Aluche. La mañana era gris y llovía intermitentemente.

Mi amigo me contó que dos días antes se había acostado con su ex novia y que por ello el viaje podía resultar un tanto raro. Yo le dije que por mí no se preocupara y él asintió riendo. Ya sé que pase lo que pase no te escandalizarás, dijo, sólo quería prevenirte. La ex novia de mi amigo vivía con el otro tío en un enorme bloque de pisos, y ambos esperaban asomados a la ventana. Nos detuvimos enfrente y apenas tardaron un minuto en venir. Ella llevaba una maleta gigantesca y mi amigo y yo la metimos a presión junto a nuestros abrigos. Se excusaba diciendo que casi todo eran libros, ya que debía hacer muchos trabajos para su máster. Mi amigo la retaba diciéndole, sí, sí, seguro que es ropita para salir, y el otro tipo miraba los neumáticos. Como no hacía nada, acomodamos su maleta bajo la mía, y situamos las dos en el centro del asiento trasero, quedando los pasajeros motrileños separados y encajonados.

Yo ocupé el lugar del copiloto con la ínfima bandolera de mi amigo a los pies y mi portátil en las rodillas. Arrancamos.

Desde el principio noté que no iba a suceder gran cosa: mi amigo conducía tranquilamente mientras conversábamos, su ex dormía despreocupada y, separado por el biombo de equipaje, el cuarto pasajero miraba por la ventanilla escuchando su iPhone. Hubo un momento en que mi amigo se molestó: ¿Es que al tontaina este no le gusta mi música? ¡Si es Desmond Dekker! Llegué a pensar que quizá el aludido llevaría su aparato en off para disimular que nos escuchaba, y que contestaría al insulto, pero no ocurrió nada de eso. Nuestro parloteo decayó ante la monotonía de la carretera y decidí abrir el libro. Comencé a leer imbuido de una extraña voracidad. Acabado el tercer cuento cerré los ojos y el libro. Tuve un extraño sueño hasta que sentí una ruidosa bofetada de viento en la oreja. Jajá, has debido tocar el mando manual de la ventanilla mientras sobabas, dijo mi amigo. Mejor, así me das conversación. ¡Mira a estos! Eché la vista atrás: su ex novia seguía durmiendo y el tipo que vivía con ella se le había sumado con los auriculares puestos. Cerré la ventanilla y hablamos de mi libro de poemas, recién acabado y ya rechazado por dos editoriales. No te desanimes, dijo, ya te llegará. Yo miré el grisáceo horizonte sin pronunciar palabra. De todas formas, continuó, el premio ese en que has quedado finalista te debe abrir alguna puerta, ¿no? Yo negué con la cabeza, ese certamen era de relatos: no tiene que ver. Me fijé en las espléndidas nubes, oscuras y graníticas, cargadas de gotas de lluvia. Si te cansas, paramos y lo llevo yo un poco, me ofrecí. No te preocupes, contestó, ayer tuviste fiebre.

Detuvimos el coche en una estación de servicio pasado Tembleque, y mientras mi amigo echaba gasolina, fui a comprar agua. La tienda estaba llena de aparatosos teléfonos que imitaban modelos antiguos. Falso vintage, hubiera dicho mi novia. A través del escaparate observé cómo mi amigo y su ex hablaban y gesticulaban afuera. Decidí esperar entre los teléfonos para no inmiscuirme, pero ellos me vieron y entraron en el establecimiento. Si realmente estaban bien, ¿por qué querían demostrármelo? Nada sucedía, no había ni un átomo de tensión entre ellos, incluso habían compartido un cigarrillo, pero aún así entraron para dejarme clara su normalidad de antigua pareja bien avenida con reciente patinazo. Intentaron iniciar una conversación a tres bandas y a mí me dio por descolgar uno de aquellos teléfonos ridículos. Escuché con atención:

el aparato daba línea y pude oír un extraño chillido lejano, como una voz de ultratumba quejándose. ¿Qué haces?, preguntó ella. Yo no contesté, temeroso de confundir a mi interlocutor posiblemente zombi, y tapé la parte inferior del auricular haciendo shhh.

No entiendo cómo no se marea leyendo en el coche, dijo la chica, qué tío más raro. Yo no respondí. Es inútil hablarle, intervino mi amigo, si lee no se entera de nada.

Normalmente tal aseveración es cierta, pero entonces se trataba más bien de una firme voluntad de no atender a lo que ella opinaba. Diez minutos antes habíamos terminado de tomar algo en un restaurante de carretera, y al verla compartir otro cigarrillo con mi amigo, le había preguntado si de verdad lo estaba dejando. Ella había asentido con la cabeza mientras me lanzaba una bocanada de humo a la cara. Diez minutos después sólo quería leer tranquilo el libro hurtado y sus continuas intervenciones dificultaban mi concentración. Los relatos eran toscos y hediondos, escritos en un registro que buscaba lo vulgar, lo ofensivo, lo sucio. Estaban, por así decirlo, vivos, y pasaba de uno a otro casi sin darme cuenta, no esperaba encontrar nada. Adoro cuando eso me sucede durante una lectura. Desprecio mi obsesiva tendencia de buscador de oro literario. Rascar y rascar hasta que sale la cita ingeniosa, separarla de su contexto, desgarrarla hasta el aforismo para medir su alcance, su profundidad, su valor. Mi vieja costumbre de desvirtuar la literatura, la odio por adquirida e inextirpable: por falsa. A veces esa maldita ansia de toparme con una verdad macilenta o una mentira sutil embelleciendo los párrafos, ya sean propios o ajenos, desvirtúa cualquier lectura que me pongo delante a la vez que me tapona como escritor.

No es una excusa en este segundo caso: sé de mi mediocridad, pero esa es otra historia que, supongo, ya se va mostrando conforme este texto avanza. En aquellos relatos la atención se dispersaba, no era posible discernir lo brillante de lo ordinario porque todo era igual de apacible o venenoso que un día cualquiera de cualquier persona del planeta.

Ya no pensaba devolverlo: era un magnífico robo. Estamos en Navidad, me dije, será mi regalo. El protagonista solía ser el propio autor, y los argumentos sus avatares diarios de artista marginal. Todo estaba escrito en minúscula a excepción de la primera letra de los nombres propios, y de las expresiones exclamativas, las cuales iban enteramente en mayúsculas.

Desde el punto de vista gramatical me pareció una forma más cercana al habla verdadera que las normas de puntuación comunes. Las conversaciones de cada día suelen ser en minúsculas, a menos que se pronuncie un nombre, los nombres tienen algo sagrado que impregna el decirlos. También cuando surge la exaltación y de ella los gritos. Los hermosos y feroces gritos discutidores, imponentes, decisivos. Dentro del coche, a pesar de la incómoda escena, nadie recurría a ellos, y quizá por eso leía ensimismado los cuentos y dejaba a un lado la realidad: nuestro pequeño mundo móvil, compuesto por cuatro personas muertas de frío y demasiadas maletas; un microcosmos insultantemente en minúsculas.

Desvíate aquí, me dijo mi amigo señalando una rotonda, me meo. Sí, yo también, se unió su ex novia. Y yo, completó el tipo que vivía con ella. Al pasar Despeñaperros yo había pedido tomar el volante pues quería terminar el libro en casa y me apetecía sumergirme en la carretera. Pese a que en un primer momento mi amigo había desechado mi propuesta, mi insistencia fue considerable y acabó cediendo. ¡Tío, que te la pasas! Di un volantazo y entré algo apurado. Ya no conduces más, dijo la ex novia de mi amigo, todavía estás enfermo. ¡Qué pocos reflejos!, apostilló el otro. Llegamos a un ensanche redondo y sin salida que limitaba con un campo de olivos. Lloviznaba. Estacioné cerca de una furgoneta, y detrás de ella aparecieron tres hombres vestidos con mono oscuro que nos miraron con desdén. ¿Y estos quiénes serán?, dijo el motrileño en voz alta. Parecen tres mecánicos sin nada que arreglar, contestó mi amigo. Bajamos todos del coche, ella se alejó campo a través, y los otros dos se situaron uno enfrente del otro, tapándose respectivamente con un árbol. Yo observé a los hombres: llevaban palas. Me entraron ganas de orinar y decidí hacerlo cerca de ellos, así curiosearía un poco. Los saludé al pasar y caminé hasta encontrar un olivo apropiado.

Me di cuenta de que junto a mí había un montículo de tierra roja que contrastaba con el verde apagado del entorno. Meneé aquel montón extraño con el pie y un nombre apareció entre la tierra: ROMUALDO ARR… El apellido se cortaba. Era un letrero pétreo rotulado con una tipografía obsoleta en un tono oscuro y desgastado. Seguí desenterrando y aparecieron otros nombres, todos anticuados y envejecidos; algunos estaban enteros, con nombre y apellidos, otros rotos, mutilados. Parecían restos de lápidas antiguas, un amasijo de identidades olvidadas hacía mucho tiempo. ¿Era posible que aquellos hombres se dedicaran a trasplantar viejas tumbas desde el cementerio hasta aquel olivar?, ¿y si los restos de aquellas personas estaban allí, confundidos con sus nombres? Aterrorizado con esta perspectiva, salté con mi aterido pene al aire fuera del montículo. Miré hacia los supuestos transepultureros; el más gordo parecía contar algo y los otros dos le seguían atentos. Súbitamente, se rieron a la vez. Seguro que les ha contado un chiste macabro, pensé mientras subía mi cremallera. Estaban contentos: eran muy distintos al trío que me acompañaba. Volví al coche evitando a los trasplantadores, mi amigo y su ex compartían un cigarrillo, el otro aguardaba en silencio mientras miraba embobado los neumáticos. ¿Has acabado ya?, dijo ella echándome el humo a la cara.

Nos montamos en el coche y despedí a los obreros con la mano.

Vaya, dijo en voz baja el motrileño, qué amistoso es con quien quiere.

Ellos devolvieron el gesto con sorpresa. Yo pensé en el espacio limitado de los cementerios, en la cantidad de tumbas, nichos y mausoleos que ya nadie visitaba, ¿quién se acordaría del final del apellido de ROMUALDO ARR…? ¿Por qué tener sus restos ocupando sitio con la cantidad de gente que seguía muriendo? ¿Y si arrancaban el nombre de ROMUALDO ARR… para sustituirlo por el de un muerto nuevo, grabado en agradables letras nuevas, tintadas con vistosos tonos nuevos?

De esa forma todos los huérfanos nuevos, las viudas nuevas, las recién aligeradas amistades y familias, llorarían sus lágrimas nuevas sobre los restos viejos de ROMUALDO ARR… ¿Aunque quién sabe si lo de dentro era el propio ROMUALDO ARR…? ¿Y si era otro muerto anterior? Aquellas brigadas tal vez llevaban operativas cientos de años en secreto, prestando un ingrato, pero imprescindible, servicio a la HUMANIDAD de asegurar el espacio de los fallecidos hasta el APOCALIPSIS. Y si alguien tenía una queja, o se le ocurría una sugerencia, tal vez podría contactar con ellos o con sus propios muertos mediante los teléfonos de falso vintage que estaban en la tienda de una estación de servicio, pasado Tembleque. Y en tarifa plana.

Leí un wasap de mi NOVIA: estaba ya en LUGO y me preguntaba cómo seguía. Le contesté que comenzaba a sentirme PEOR y que probablemente tenía un virus. O eso o te ha sentado mal el espíritu de la NAVIDAD, contestó. Sonreí, era lo más divertido que me habían contado en todo el día. Allí, dentro del auto, el tiempo pasaba en minúsculas y el regreso de LA FIEBRE me impedía leer mi libro ROBADO. Volvía a casa por navidad en el coche de mi amigo con su ex novia y el tipo que vivía con ella, pero no podía quitarme de la cabeza los nombres antiguos que había visto esparcidos por el suelo, revueltos entre la tierra. Tampoco podía olvidar a sus causantes: los trasplantadores de tumbas. Quería saberlo todo acerca de aquellos héroes discretos y chistosos: ¿eran funcionarios?, ¿se agrupaban en sindicatos?, ¿cofradías?, ¿constituían sus plazas puestos vitalicios que se pasaban de padres a hijos?, ¿poseían más espacio mortuorio que el resto de los, perdón por la redundancia, mortales?, ¿seguro dental?, ¿seguro de, perdón por la paradoja, vida?, ¿pensión?, ¿vacaciones pagadas? ¿Estaba mi vida en juego por haberles descubierto? Y si esto era así, ¿qué harían con mi cuerpo? ¿En qué antigua sepultura quedaría ubicado mi nombre?

Quería, sí, volver junto a ellos y enterarme, pero desafortunadamente no era yo quien conducía.

SOBRE EL AUTOR

Este relato pertenece al libro de cuentos Llamarse Nadie recién publicado por editorial Difácil. Su autor es Salvador Galán Moreu, quien nació en Granada en 1981. Como narrador ha publicado las obras Augustus Pablo y todos los nombres del reggae (2010, Min. de Igualdad) y El centro del frío (Lengua de Trapo 2011) por las que recibió los premios Injuve y Cajamadrid respectivamente. Además en 2013 fue incluido por Alberto Olmos para la antología de voces nacidas en los ochenta Última temporada (Ed. Lengua de Trapo, 2013). Como poeta ha publicado Libro de Diabologán (Difácil, 2013), La puntualidad de Heinrich Böll (2016, Verbum) y Pan de Dédalus (Oblicuas 2016). Su obra en este género ha recibido diversos premios, y selecciones en antologías como La vida por delante (En Huida, 2012) o Al hidalgo poeta (Edifsa 2016) entre otras, o en festivales como el FIPMAD´16 y el XIX Encuentro de Poetas Iberoamericanos de Salamanca. Este libro supone su regreso a la narrativa tras varios años de paréntesis poético.

http://www.difacil.com/tienda/llamarse-nadie/

4 thoughts on “Los Relatos de Culturamas: El espíritu de la Navidad, de Salvador Galán Moreu

  • el 15 enero, 2018 a las 7:52 pm
    Permalink

    Salvador galán El espíritu de la Navidad,

    Respuesta
  • el 15 enero, 2018 a las 11:42 pm
    Permalink

    El espíritu de la Navidad
    Me gusta este cuento porque dispara a la luna

    Respuesta
  • el 16 enero, 2018 a las 7:57 pm
    Permalink

    Mi favorito
    Mi voto es para espíruto de la navidad

    Respuesta
  • el 18 enero, 2018 a las 5:37 pm
    Permalink

    Voto por el espíritu de la Navidad

    Respuesta

Responder a Carmelo Cancelar la respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *