Muerte de un librero

La de librero debería ser una profesión a preservar, una raza de santuario en tiempos difíciles para la literatura y los libros como los presentes. Ser librero, una profesión casi en extinción con la irrupción de las grandes cadenas y que los libros ya se venden en supermercados, es casi un apostolado, una resistencia romántica a la apisonadora de la modernidad. Hay otros medios de información, o deformación, que hace que muchos prescindan de esa figura emblemática que podía adivinar los gustos del lector que entraba por la puerta de la librería y que éste volviera más veces satisfecho para dejarse asesorar una y otra vez.

Primero murió Negra y Criminal, un lugar de referencia dentro de la literatura negrocriminal de este país, y hoy lo hizo el librero en una muerte anunciada desde hacía años luchando contra la enfermedad. La librería era extraña, atípica, apartada de cualquier recorrido, ubicada en un barrio de pescadores que ya no pescaban, en la Barceloneta, con efluvio de gambas, arroces y bronceado de guiris que entraba a ramalazos en las presentaciones que muchas veces se hacían en  la misma calle de la Sal entre sábanas colgadas de los alambres que se oreaban y daban ambientación napolitana. Negra y Criminal era  apenas un cubículo para fieras, incluido sótano a lo Fu Manchú, con un puñado de libros muy selectos, porque no cabían más, un club secreto al que los militantes de la novela negra acudían a pasar la tarde, charlar con el librero o comer sus míticos mejillones los sábados por la mañana. Paco Camarasa transmutó de persona a institución.

Hace años un grupo de amigos, liderados por Andreu Martín, hicimos a la librería, cuando creíamos que iba a ser eterna, un homenaje literario en forma de novela escrita a 14 manos (Mercedes Abad, Miguel Agustí, Raúl Argemí, Alicia Giménez-Barlett, Francisco González Ledesma, David C. Hall, Andreu, un servidor, Manuel Quinto, Jaume Ribera, Enrique Sánchez Abulí y Mariano Sánchez Soler) llamada, cómo no, “Negra y Criminal”, un juego literario consistente en seguir las andanzas de una chica negra que era una criminal. El libro, editado por la desaparecida Zoela, se presentó en Negra y Criminal y le hizo una enorme ilusión al librero que publicó muchos años más tarde «Sangre en las estanterías», su biblia negra.

Decir que comulgaba al cien por cien con los gustos de Paco Camarasa sería mentir. Como todos, tenía sus zonas oscuras que no voy a reseñar porque este país tiene la educada costumbre de enterrar bien, y nadie le discute su figura emblemática como hombre sabio y enciclopédico como lo pueda ser Claude Mesplede en el país vecino. Por su pequeña librería habían pasado todas las grandes figuras de la novela negra española e internacional sin excepción y habían lucido su camiseta tipos como Petros Markaris, el también recientemente desaparecido Philip Kerr, Andrea Camilleri, Fred Vargas, Donna Leon y un etcétera infinito que incluía ilustres difuntos como Manuel Vázquez Montalbán o Francisco González Ledesma, el jefe de la banda. Cerró la librería, porque quizá más que librero era agitador cultural, pero siguió prescribiendo libros desde su retiro como comisario de BCNegra a través de una serie de recomendaciones que hacía llegar a sus fieles en un mailing titulado Cartas del Librero que ya no recibiremos.

Esta madrugada se fue, supongo que lamentando los muchos libros pendientes de leer, y me he acordado de la primera vez que lo vi, un momento de esos que se le graban a fuego a uno no se sabe bien por qué. Así es que he volado por un instante 35 años atrás, o quizá más (me temo que más), a una noche valenciana de estío dentro de un evento negro (Valencia Negra, quizás) al que el escritor bisoño y recién llegado que yo era fue invitado. Fue una noche larga, y también tensa (había una rubia muy guapa que jugaba a tres bandas), de alcohol y promesas sexuales en la que nos bebimos, literalmente, el bar para desesperación del soñoliento tabernero que no tuvo valor para echarnos (cada vez que hacía amago de hacerlo le pedíamos una botella de whisky o coñac, y no sé si alguien pagó aquella farra) y allí estuvimos aguantando hasta el alba hablando de literatura negra, editoriales, política, cine, boxeo, maleantes, mujeres, drogas y alcohol Raúl Núñez, un escritor argentino maldito donde los haya (murió de sida cuando nadie lo hacía); Juan Madrid, que con tres años más que yo ya era leyenda; Silverio Cañada, que era mi editor de Etiqueta Negra en la que debutaba; Ricardo Muñoz Suay, con el que volví a coincidir cuando gané La Sonrisa Vertical; Ferrán Torrent, al que no volví a ver desde entonces; y Paco Camarasa, el librero que aún no había montado la emblemática Negra y Criminal en la Barceloneta. De siete quedamos tres supervivientes que seguimos engañando a la Parca y escribiendo para ahuyentarla.
¡Por la caída del régimen, Paco!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *