El escritor y su curiosidad (12)

EL CASO DE LOS MANUSCRITOS RECHAZADOS

No hace mucho leí una novela del escritor francés David Foenkinos, “La biblioteca de los libros rechazados”, que nos hablaba del lugar al que iban muchas novelas dadas por no publicables por los editores. Claro que, como es bien sabido, muchos de ellos carecen del olfato de los enólogos y en ocasiones meten la pata hasta el zancarrón. Y no será por falta de práctica en cuanto a horas de lectura. Pero la calidad literaria no es una ciencia exacta y los lectores, por muy profesionales que sean, también tienen sus gustos particulares. Después, los otros lectores, los que compramos los libros que ellos editan, a veces los alabamos y a veces los corregimos. Otra cosa es que no siempre se rijan por la literatura propiamente dicha y den más importancia a los aspectos económicos, las modas o las tendencias. O la premisa principal sea la fama del autor, su capacidad de ventas, de hacer caja.

Han sucedido casos sangrantes que han puesto en evidencia a las editoriales. Como el que llevó a cabo la revista “Voice” en París. La historia, más o menos, es esta: una editorial, Plan, había publicado la novela de una popular periodista de televisión, Claire Chazal, titulada La institutriz. Año 1997. Éxito de ventas. Pues bien, Voice, en complicidad con Chazal, cambiaron, nombres de personajes, título y autora y enviaron la novela a varias editoriales. Todas la rechazaron por su poca calidad literaria. La guinda la puso la propia editorial que la había publicado originalmente, Plan: ellos también rechazaron la novela de una autora desconocida.

Quizás sea un caso extremo, no una norma, pero la historia nos trae anécdotas curiosas que revelan hasta qué punto las equivocaciones y meteduras de pata están a la orden del día. Estoy hablando de grandes obras, de autores de fama universal, obras clásicas que han leído generaciones de diferentes países y épocas. Por ejemplo, no me gustaría estar en el pellejo de aquellos editores que se significaron con Scott Fitzgerald y le dieron a entender que si prescindía del personaje de Gatsby (en El Gran Catsby), la novela sería un éxito. O quien le dijo a Ana Frank que no tenía un sentimiento especial más allá de la curiosidad. O el que le echó en cara a Marcel Proust a cuenta de su En busca del tiempo perdido que no son necesarias treinta páginas para describir cómo un hombre cambia de postura en la cama antes de dormir. (Bien, en este caso, y sin que sirva de precedente, yo hubiera suscrito sus palabras).

Más casos. No sé cuánto millones de ejemplares lleva vendidos Agatha Christie, pero durante años anduvo suplicando a una editorial y a otra que publicaran sus novelas. De sagacidad empresarial no pudieron presumir aquellos editores. Claro que al que le dijo a George Orwell que era imposible vender una historia de animales en Estados Unidos aún deben de zumbarle los oídos. Más fuerte fue lo de Kipling, que tras presentar El libro de la selva, le contestaron que no sabía inglés. Si a esto añadimos que poco después se convirtió en el escritor más joven en recibir el premio Nobel, imaginamos la cara del director del San Francisco Examiner, autor del patinazo. Otro, y fuerte, sobre todo viniendo de Estados unidos donde lo comercial prima sobre todas las cosas, fue el caso de Stephen King. Carrie, la cuarta novela que escribía –las anteriores habían sido rechazadas- también le fue devuelta, pues no estaban interesados en obras de ciencia ficción que tuvieran que ver con utopías negativas. No venden, recalcaron. Unos linces, no hay duda. Claro que lo mismo le sucedió a John Le Carré con su El espía que surgió del frío, al que despacharon con un simple no tiene usted futuro.

Por desgracia, algunos de estos rechazos, no han sido tomados como un acicate y estímulo para la superación, sino que derraparon por el barranco y el asunto acabó en una fuerte depresión y posterior suicidio. El caso más conocido, el de John Kennedy Toole, el autor de La conjura de los necios. En la correspondencia que mantuvo con un editor, podemos leer las razones para su rechazo: usted es increíblemente gracioso, le decía, más gracioso que cualquiera por estos días, y además tiene el humor que nos gusta. Muchos de sus personajes son maravillosos.

 Pero… 

No tendría éxito.

Conocemos el final de la historia y la tenacidad de su madre, gracias a la cual pudimos soltar unas cuantas carcajadas y disfrutar de buena literatura con el adiposo, holgazán e hipocondríaco Ignatius, el personaje de la novela

En los tiempos modernos, creo que el caso más llamativo ha sido el de J. K. Rowling y su manuscrito de Harry Potter. Hasta doce editoriales no quisieron saber nada de él y si salió a la luz fue de casualidad. Por obra y gracia de una niña, la hija del presidente de una pequeña editorial de Londres, Bloomsbury, que tras leer el primer capítulo y sentirse muy atraída por la historia, convenció a su padre para que lo editara. Los millones de libros que ha vendido desde entonces supongo que a más de uno le seguirán golpeando en la cabeza.

Dicho todo esto, sigo teniendo claro que en muchas ocasiones la no publicación de una obra puede no ser debida a la falta de talento del autor, sino al criterio de los lectores profesionales de las editoriales. Cuando las leen, que si no eres conocido, pasan. Se pueden equivocar, de todos modos. Por tanto, habrá que seguir lanzando el mensaje de la confianza en el propio trabajo y la perseverancia con los editores hasta la ver al obra en los escaparates.

Antonio Tejedor García

 

One thought on “El escritor y su curiosidad (12)

  • el 21 enero, 2019 a las 6:52 am
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    Muy buen artículo, para reflexionar

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