«Anatomía sensible», de Andrés Neuman

Anatomía sensible. Andrés Neuman, por Bibiana Collado Cabrera.


30 de octubre. Valencia.
¿Cuál es el vuestro?
Ya sabéis a lo que me refiero. Vuestro complejo. Esa parte de vosotros mismos que os
angustia, que os produce inseguridad. Esa que intentamos esconder.
Yo tengo unas cuantas. Quizá la más llamativa de ellas sea las manos. Mi madre tenía
unas manos grandes y duras, resecas. Sus caricias eran ásperas, con los dedos siempre
entumecidos, agarrotados como si fuera una abuelita, con esa membrana que crece debajo
del ángulo por el que se doblan y que impide que se alarguen por completo. Sabéis a lo
que me refiero ¿verdad? Las uñas amarillentas, con los bordes negros por el ácido de las
naranjas que apilaba hora tras hora en un almacén. No había lejía que quitara aquello. Las
madres de los libros o las del cine no tenían esas manos.
La perversión de la cultura me hizo pensar que mis manos serían más bonitas que las de
ella. Yo no iba a realizar labores tan duras como los suyas, no trabajaría en el campo ni
en una fábrica, sino que estudiaría e impartiría clase resguardada de las inclemencias del
tiempo. Sin embargo, crecí con manos pequeñas, dedos gordos cual morcillitas, de esos
tan adorables en los bebés pero tan desfavorecedores en las mujeres adultas. La antipianista.

No obstante, lo más desagradable no es eso, sino como se perciben en su
superficie cada uno de los poros oscurecidos y hundidos, como un montón de breves
muescas, de las que parece siempre a punto de emerger el vello. En lugar de manos, han
tenido siempre en mi mirada algo de garra animal, como si un montón de púas fueran a
emerger de un momento a otro y yo fuera a convertirme en Lobezno, el superhéroe de
Marvel, en cualquier momento.
Revisando Instagram me he dado cuenta de que, a pesar de tener muchas fotos
sosteniendo libros, me las he apañado para ocultar mis manos en todas ellas, están
camufladas entre las páginas, detrás del parabán de la contraportada o sencillamente fuera
de plano. Cuando miro las manos de las bookgramers (ya sabéis, las personas que
comparten y comentan sus lecturas en Instagram), hasta las uñas con el esmalte
graciosamente carcomido en los bordes me parecen deseables, estéticas. Sin embargo, las
mías… ¿Quién y cómo ha conseguido que odie mis manos? Y si solo fueran las manos…
Pero es también la doble papada siempre a punto de acontecer por más quilos que pierda,
la celulitis del culo, el poco pelo que tengo en la cabeza o esas cejas que he pasado media
vida depilando y que ahora, por efecto de un golpe de guion inesperado, vuelven a
estilarse gruesas y pobladas. La sencilla pero demoledora historia del capitalismo
cristalizada en esta sencilla parte del cuerpo: he pagado toda mi vida para tener menos
pelo en ellas y ahora que casi no me queda, me animan a empezar a pagar para rellenarlas.
Reconstrucción de cejas lo llaman.
En serio ¿cómo han conseguido que odiemos nuestro cuerpo? ¿por qué logran hacernos
estallar de angustia por dentro?
Me gustaría decir que tomar conciencia del problema lo soluciona. Pero no es así. Los
años, los estudios me hicieron entender que el cuerpo es una cuestión política. Que las
mamás de las películas o de los cuentos no tenían las manos de mi madre porque el cuerpo
roto de las pobres, de las trabajadoras se oculta, molesta. Porque las mujeres, trabajen las
horas que trabajen, deben estar perfectas y las marcas del agotamiento o la vejez han ser
escondidas bajo la alfombra. Comprendí que nuestra angustia es una fuente de ingresos
infinita para el sistema. La regla de oro: a mayor inseguridad, mayor consumo. Sin
embargo, no basta con saberlo. Y cíclicamente vuelvo a pasar por delante del espejo y
una punzada de malestar me atraviesa: cuando saco los pantalones del año pasado y me
los pruebo, cuando alguien cuelga en redes sociales alguna foto en la que me parece que
salgo horrible… Ese tipo de cosas, sabéis a lo que me refiero ¿verdad?
Cuesta una vida entera escapar de la trampa de la representación única.
Pero no es imposible. Frente a ella, está la redención de la belleza múltiple, la diversidad
de los cuerpos, la anatomía sensible. En este hermoso libro, Andrés Neuman elabora con
precisión lírica un catálogo de cuerpos que nos reconcilian con nosotros mismos y con
los que nos rodean. Carnes y pieles y miembros prismáticos que nos recuerdan que el
cuerpo es una construcción colectiva, cultural.
A través de estos textos palpamos cada rincón de los cuerpos posibles, los amasamos, los
olemos, los dibujamos con los ojos cerrados. Los convertimos en objeto de belleza y
deseo, sean cuales sean sus características. Ponemos en jaque el canon heredado para
transformarlo en un amplísimo muestrario de realidades. Desde la ternura, el sensualismo
y el sentido del humor, Neuman nos invita a abrazar la cicatriz, nos espolea hacia la más
radical de las revoluciones: aprender a querernos.
Así que muchas gracias, Andrés, por la delicia del tiempo invertido entre las páginas de
este libro, por recordarme que amo las bellísimas manos de mi madre y que, al menos de
momento, no pienso hacerme una reconstrucción de cejas.

Bibiana Collado Cabrera

Anatomía sensible

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