Jojo Rabbit (2019), de Taika Waititi – Crítica

Por Jordi Campeny.

Abordar el nazismo en el cine, alejándolo de los tonos y géneros habituales, es tarea complicada y resbaladiza. En la emblemática La vida es bella (Roberto Benigni, 1997) se edulcoró la tragedia hasta la infamia, consiguiendo nada menos que la banalización de la barbarie. Ganó tres Oscars. Otras veces, en cambio, el cine clásico nos regaló algunos paradigmáticos títulos que abordaron la cuestión desde una óptica satírica. ¿Cómo y cuándo procede darle una pátina naíf, o cómica, a la tragedia más colosal de nuestra historia reciente? Podría darnos una pista la mítica frase de Woody Allen: “la comedia es tragedia más tiempo”, pero se iría rápidamente al traste al evocar Ser o no ser, la magistral sátira que realizó Ernst Lubitsch en 1942, con Hitler todavía vivo. En cambio, sí que funciona con Jojo Rabbit, que aparece 75 años después del final de la Segunda Guerra Mundial –y del suicidio del dictador–.

Jojo Rabbit, notable película del director neozelandés Taika Waititi, narra el periplo de un niño alemán obsesionado con el Fürher –interpretado a modo de bufón por el mismo Waititi–, a quien tiene de entrañable amigo imaginario. Con un inicio excelente en el que vemos al niño moverse torpemente en unos campamentos de las juventudes hitlerianas –y donde conocemos al que es, sin duda, el personaje más memorable del film, su amigo Yorki–, la película se va adentrando en derroteros fabulescos más convencionales para acabar siendo, finalmente, un melodrama popular con la sátira y la crueldad domesticadas.

En estos tiempos aciagos, con el auge y peligros de los populismos de extrema derecha, cabía esperar una comedia más ácida, mayores dosis de mala leche; arañar la corteza negra del fascismo y hacer sangre. Cuánta más mejor. Provocar la carcajada cómplice –y culpable– del espectador con un humor irreverente e incómodo. Nada de esto sucede en Jojo Rabbit. Se queda a mitad de camino y decide virar hacia otro lugar; a un territorio más blanco, familiar, entrañable e indoloro. Y es justo en este territorio tan oscarizable donde ya se situaba la ganadora a mejor película de hace justo un año, Green Book. Jojo Rabbit opta a 6 estatuillas, entre ellas a Mejor Película.

Navegando, pues, por aguas amables y sin torbellinos, el niño descubre el amor –con una niña judía escondida en su casa–, sufre alguna pérdida importante y, en definitiva, crece entre los escombros de la guerra. Cabe mencionar a dos espléndidos secundarios, Sam Rockwell y Scarlett Johansson, quien interpreta a la madre del niño protagonista; una mujer fuerte, luminosa y guardiana de secretos importantes.

Jojo Rabbit, película capaz de aglutinar a un público transversal y heterogéneo, con su estética que remite al cine de Wes Anderson –sus niños protagonistas parecen salidos de Moonrise Kingdom (2012)–, bascula continuamente entre la comedia y el sentimentalismo, lo humorístico y lo trágico, con un resultado y un acabado formal muy decentes, en absoluto desdeñables.

Puede que a Waititi se le vaya la mano con el azúcar en algunos tramos y que, como hemos apuntado, las cotas de provocación y sangre se sitúen por debajo de lo que cabía esperar. Es cierto también que el director –y guionista– recurre a un humor de trazo grueso y que la sutileza brilla por su ausencia, quedando la propuesta en mera parodia –pretendiendo ser fina sátira–. Es un film muy calculado y en absoluto arriesgado. Pero es muy hábil, y contiene momentos hermosos y un puñado de personajes para el recuerdo. Tiene charm, corazón y destellos pop. Y unos niños que, tras perderlo todo, saben dejar atrás el espanto y ponerse a bailar. Héroes, sólo por un día.

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