Las tres edades de Internet

José Luis Trullo.- Quienes ya tienen cierta edad, aún lo recordarán: cuando, hacia mediados de los 90 del pasado siglo, la red de redes abandonó su primario uso militar y pasó a difundirse como una herramienta de comunicación entre las personas, se produjo un gran big bang (análogo, tan solo, al que a mediados del siglo XV supuso la invención de la imprenta de tipos móviles por parte del alemán Gutenberg). Proliferaron las listas de distribución, los chats, los foros, los primeros blogs… Muchos solitarios, tildados de fantoches por sus convecinos, descubrieron que tenían cientos, miles de almas gemelas dispersas por el orbe, con las cuales ahora podían interactuar, sentirse acompañados y, en no pocos casos, pergeñar proyectos comunes interesantes y productivos (y no únicamente para sí mismos). Cierto es que, junto a ellos, también salieron a la luz los peores monstruos del ser humano, amplificados extraordinariamente: depredadores sexuales, acosadores de ambos sexos, fabricantes de bulos, vendedores de humo… Fue algo así como si la humanidad, en su conjunto, se proyectara sobre la pantalla, con todas sus fobias y sus filias, su grandeza apabullante y su infinita miseria…

Esta “primera edad” de Internet experimentó una súbita mutación con la llamada red 2.0, es decir: la de las redes sociales, articuladas ya en cuanto plataformas universales en manos de empresas con una vocación comercial. El primer impacto que tuvo el rápido éxito de Twitter y Facebook sobre la forma en que el grueso de los usuarios utilizaban Internet fue la constitución de algo así como un sujeto virtual único, heredero remoto de la antigua opinión pública, ya demolida. Así, si la primera edad de Internet había descrito un movimiento centrífugo, de fértil dispersión de las propuestas, esta segunda imprimió otro centrípeto, restringiendo más y más el calado de las mismas hasta límites claustrofóbicos. Por lo pronto, ya era menester ajustarse a las normas y caprichos de los administradores de dichas redes: reducción de los textos a la mínima expresión, expansión de la preponderancia de la imagen respecto a la palabra, inducción a la búsqueda de la popularidad mediante likes y retuiteos… La generalización del uso móvil de la red aceleró este proceso de manera extraordinaria. Todo ello supuso, aparte, el abandono de las mejores vetas de la red 1.0: adiós a los mejores blogs, a las fértiles discusiones, al aprendizaje común; hola, postureo. Instagram no hizo más que rematar a un cuerpo ya moribundo.

Que las redes sociales están acarreando un empobrecimiento del debate público no necesita mayor demostración: basta con echarle un ojo (dos, sería excesivo: no lo merecen, por lo zafios y chabacanos) a los comentarios que suscitan entre sus usuarios las noticias de los grandes medios de prensa para que se nos caiga el alma a los pies. Aún más cuando, como se está constatando en los últimos tiempos, se han empezado a detectar proyectos articulados para sofocar la propia libertad de expresión, aplicando supuestos controles de calidad que, en la mayoría de los casos, apenas logran encubrir su propósito represor del pluralismo ideológico.

Así las cosas, cabe preguntarse si no ha llegado el momento de dar un paso decidido hacia una nueva edad de Internet (a la cual no califico de tercera para que a nuestros delicados oídos no se les antoje senil), en la cual retomásemos toda aquella riqueza y vitalidad de los primeros tiempos, bien que adaptándose a los nuevos hábitos de uso de la red. Se perciben síntomas de hartazgo entre quienes, desolados por la depauperación del espíritu colectivo que suponen Twitter y Facebook, parecen a la espera de que dicha mutación sea una realidad. No es posible continuar durante mucho tiempo más en el actual estado de postración colectiva. ¿Quién le pondrá el cascabel al gato? Permanezcan atentos.

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