La escritura en el tiempo: cuando el pasado se vuelve premonitorio

No es nuevo encontrar en la literatura libros con temas y escenarios premonitorios, no necesariamente futuristas o de ciencia ficción, sino perfectamente posibles en el marco imaginativo. Ahora, cuando esto le ocurre a uno mismo en verdad la emoción es fuerte, movilizadora.

Esta novela fue escrita en 2008, al cumplirse medio siglo de la epidemia de fiebre hemorrágica que asoló la provincia de Buenos Aires (Argentina) y tuvo epicentro en mi pueblo natal, O’Higgins, hoy confinado al autoaislamiento en prevención por la pandemia.

Utilizar aquel marco histórico y social con otra historia que siempre había escuchado en los corrillos memoriosos de sus habitantes (entre todos, amigos y familiares, ya que es una población de 1400 almas) fue una decisión intuitiva, hoy podría decir de sentido común para una incipiente escritora.

A fines de los 90, en taller con Alicia Steimberg habíamos hablado sobre la utilización de la primera persona narrativa, de las ventajas y desventajas, del compromiso que conlleva. Así lo decidí al comenzar los relatos cortos que luego conformaron la novela, los temas centrales no irrumpieron en ella en primera instancia, tuve que ir descubriéndolos, cavando en la memoria con la eficiencia de una reportera, ese singular personaje que apareció de pronto resolviendo mis problemas de autoría.

A la vuelta del tiempo me invade una satisfacción inquietante, por qué no confesarlo. Todos sabemos que un giro de tuerca a la realidad resulta en ficción. Pero ¿qué sucede cuando la ficción preanuncia una nueva realidad que la supera?

Aquí comparto una fotografía de la calle principal, Dr. Pedro Martini, en homenaje al médico fallecido a los 28 años víctima del mal, intentando encontrar una vacuna; dos breves referencias en relación a ese virus que tuvo entre otros nombres El mal de O’Higgins, y un breve texto de “Agua busca el mar”, mi novela. La historia es larga, quién lo duda… Es imposible tanto establecer relaciones puntuales con lo sucedido como negarlas. No pretendo con este artículo vender el libro, pues aún permanece inédito (y esto en verdad no pude intuirlo). Simplemente poner a rodar la experiencia, pues a más de uno le habrá ocurrido…

“A fines de febrero de 1958, Antonio Fernández Otero, un joven tambero de 27 años, vecino de O’Higgins, en el Noroeste bonaerense, comenzó a sentir escalofríos, pensó que era gripe. Cuando su mamá, doña Adamina, resolvió consultar con el médico este le informó que ya nada podía hacer. Murió luego de sufrir trastornos nerviosos, desvariar y respirar con dificultad. Se trataba de un caso de fiebre hemorrágica argentina (FHA), en aquél entonces una enfermedad desconocida.” (La Razón, Buenos Aires, 5 de junio de 1958, p. 7)

“Si bien los casos se reiteraban desde fines del verano, el diario de Junín, La Verdad, recién se hizo eco de la situación en el mes de mayo al publicar un artículo sobre la “epidemia de gripe” describiendo “cierto y justificado pánico” de los vecinos de O’Higgins debido a casos fatales. Pero ocurrió que, el 5 de junio, el periódico La Razón anunció al país y al mundo “Una rara enfermedad alarma a la modesta población de O’Higgins, que en poco tiempo provocó 5 muertos”, fue el primero de una serie de artículos que describían el pánico de la población, los padecimientos de los afectados y las dolorosas vivencias de familiares de las víctimas, sumado a artículos de otros periódicos nacionales como La Nación o La Prensa, si bien de menor envergadura, que fueron un factor de presión para las autoridades.” (Historia de la Fiebre Hemorrágica Argentina. Graciela Agnese.)

“El clima se arreglaba, la brisa ardiente de la víspera se aligeraba y restituía la frescura, como si la gélida sensación que impregnó mi sueño nocturno hubiese contribuido a ello. “Llovió en alguna parte, cerca”, escuché decir a Arturo en la caminata que terminó con el préstamo de la bicicleta. El trayecto bajo esa avenida verde cuya frondosidad cerraba el cielo y provocaba penumbras se transformó en un verdadero goce. Era como un ensueño nítido, benévolo. Pensé en Olga: nada me costaría disuadirla de confesarse sobre mi ávida grabadora de periodista. La historia de Julieta, ¿cuánto tiempo llevaba en la crónica del pueblo esa tragedia? ¿Era certero el parecido físico? ¿Por qué los dos hombres no lo notaron? Quizás supieron disimularlo mientras sintieron idéntica revolución que la pobre madre.

El bullicio de los pájaros sonaba raro en mis oídos habituados al tráfico de la ciudad, ruidos y bocinas, ese murmullo incesante que no acallan mil puertas cerradas ni varias paredes superpuestas. La naturaleza me daba un regalo ese día y agradecí al despreciable gordo Rivas por haberme enviado. Yo había nacido con una virtud especial (juzgada virtud por mí, claro, para el mundo se trataba de un mero ejercicio, pero no es tan fácil como aprender las posiciones de yoga): saber atesorar la intensidad del instante. Esos momentos bálsamo de la vida ya usada y abusada, desvirgada diría -no encuentro otra palabra que nombre lo irrecuperable para siempre-, cuando el alma se asoma un poco y el cuerpo estalla en una nueva pureza. Agradecer provoca ese estado impredecible, extraordinario, de asombro primero, de acto inaugural.

Rápida y felizmente pasaron los dos mil trescientos cincuenta metros bajo la bicicleta. Debía ordenar mi investigación. Al doctor Pedro Guerra lo buscaría en su consultorio. Algún centro de salud tendría que funcionar allí, luego llegar junto al enfermo declarado. Ignoraba mi capacidad para presenciar esos trances, aunque ajenos dolorosos, y arreglármelas solita en aguas turbulentas. Yo estaba de incógnito, pero no lo estaba. Si la gitana de la estación era real, a esas horas todo el mundo sabía que había llegado al pueblo una periodista de Buenos Aires.” (fragmento de “Agua busca el mar”, novela de María Elena Sofía)

 

 

 

 

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