En el principio era América, de Óscar Díaz

Por Luis Llorente.

Óscar Díaz (Langreo, Asturias, 1997) vuelve a las librerías con En el principio era América, editado por La Isla de Siltolá.

Su propuesta estética viene con paso firme: es un libro maduro y regido por un sistema de símbolos y de conceptos de estirpe grecolatina. Como si fuese ósmosis, en algunos poemas se transparentan sus lecturas, pero de ese fuego inicial deja el rescoldo, modela las ascuas para cincelar una voz propia, que se modula sutil, y da cohesión al conjunto.

Graduado en Filosofía, imprime precisamente a sus poemas cierto tamiz filosófico, en el sentido mimético, pues deja que dancen esos sistemas sin alterar su naturaleza o sin contraponer el discurso lírico. Arquitectura de la inteligencia, emoción estoica del que observa tanto la belleza de la muerte como la muerte de la belleza.

Lector de Pound, de Anne Carson, de Guillermo Carnero, de Cernuda, de Brines, de Pessoa, de Virgilio (al que ha leído en edición bilingüe) o de Homero, su poesía tiene un marcado sesgo culturalista, en el sentido español, en el sentido de los poetas de los años 70, a los que ha leído a fondo. Además, su poesía discurre con doble vertiente: un pie en la mejor poesía norteamericana moderna, y un pie en la poesía europea.

Uno de los logros de este libro es crear esos espacios suplementarios entre lo textual y lo visual. Profundamente carneriano, para Óscar Díaz la relación de la imagen con la idea siempre es patrimonio del lenguaje. No hay arrebato lírico: hay pensamiento desbordado. A pesar de su posible insuficiencia, es el lenguaje el capitán del barco que surca el mar ignoto, la visión prometeica frente al desconocimiento que se presenta.

La primera sección, titulada “El apriori del dolor”, se abre con un poema extenso, cuyo primer verso dice “Escribir tu nombre es una forma de preparar la muerte”. El nominalismo como base para la destrucción, para el olvido. Y lo pertrecha con referencias diversas, desde Santo Tomás, Aristóteles, Marx o Wallace Stevens hasta Agustín Fernández Mallo o Chantal Maillard.

El desafío es llegar al espacio lírico en medio de una vorágine de datos: “visitar el bosque encantado lo pueblan documentos / firmados cuyo cometido me pone de los nervios / certifican el tiempo al lado de las velas que se queman / porque al final no deja de ser oxidación / un cuerpo de manzana tan cargado de documentos”. La incertidumbre, tan patente: “no tengo claro si se puede incluir / el tiempo en el poema el espacio / en el discurso”.

Los elementos oníricos como materia y conducto del proceso poético: “Hoy han vuelto a rondarme los caballos”. O la metáfora clásica del amor: “La espera se concreta en el deseo”.

El primer poema del libro, extenso, con ese tono automático y torrencial, con ese despliegue de referencias y de símbolos opacos, acaba funcionando como un preludio, como un pórtico perfecto e implacable para entrar al conjunto.

La segunda sección se titula “Sustine et abstine”, locución latina, una máxima del pensamiento estoico. Este apartado consta de 14 poemas. Aquí el discurso lírico se sostiene a partir de una cita explícitamente filosófica; nos trae a Spinoza: “La idea de una afección cualquiera del cuerpo humano no implica el conocimiento adecuado del cuerpo exterior”. Y Jaime Siles: “Feliz de aquél que puede / fijar su vida como si fuese un texto”.

Esta sección se abre con un poema metapoético: “Del regalo de la escritura”. Cuánta belleza en una estrofa reflexiva: “El mar no significa nada / después de descubrirlo / y, sin embargo, dura”. O la declaración de intenciones: “Que no cambien las cosas que aparecen / si de aquí he de extraer algún motivo / para escribir ya sin las cosas”.

En el poema “Pacto de ficción”, también metapoético, la afirmación es rotunda: “Nunca podrá sonar el violín en el poema”. El procedimiento lingüístico como relación causal con el objeto. Así, declara: “los desfiles pomposos, la soledad sonora / y el violín / (…) / dan la ciencia normal de un dios feliz”.

Los poemas continúan la cohesión estética y temática. “Hecatombes sonámbulas de sátira / el hecho de elidir”, magistral imagen con reflexión incluida que aparece en el poema “Tras una lectura de Tucídices”. Por un momento pensé que estaba leyendo un poema de El azar objetivo, de Guillermo Carnero.

En “El auriga”, un poema marcadamente borgiano (por ser más preciso, estoy pensando en el Borges de los años 60), el asturiano dice “Minúscula judicatura abstracta. / Oye el relincho, siente el tiro”. Un poema tan reflexivo como vibrante, emocional: “Escoge la dulzura de un color, auriga apasionado, / no blanco / no negro / no Zeus”. Y poco más adelante, se cierra con dos versos que bien podrían servir de piedra angular para toda la sección: “Ejerce la literatura / la sofisticada pasión de una abstinencia”.

En el poema “No seas una inteligencia”, poema sin signos de puntuación, contrastando con la estética del resto, dice “La frontera del fuego no se asienta por teoremas”, y un alegato pitagórico: “no me pongas metáforas me bastan las formas”.

En el poema “Pórtico pintado”, la melancolía se hace patente en versos como “Todavía recuerdan las calles sus fantasmas, / la lluvia de ceniza y sus niveles / alguna vez cordiales con la estirpe / monolítica de los cuerpos”. Es éste un poema de ecos cernudianos, contemplativo y elegíaco. Aparece una imagen de gran belleza y musicalidad: “la embestida de pájaros de sangre, / el imperio sin fin de los sentidos”.

En “Pienso sus cuerpos”, es inevitable pensar en la écfrasis. “Barbara Holper retratada, piel / que siento con imágenes / no como un cuadro sino como un texto / fuera de nosotros”. La observación y la precisa descripción recuerda a poetas culturalistas españoles como Jenaro Talens, Aníbal Núñez o Luis Javier Moreno. “Ha compuesto de nuevo el retrato de su madre, / la carne de los párpados, las líneas / inventadas que desencajan la mandíbula”. El poema continúa hablando sobre el juicio de la muerte a partir de la verbalidad de la pintura. El verso final remite al título, y añade una oración irónica: “Pienso sus cuerpos, su perezosa metafísica”.

En “Sagrada familia del pajarito, por Bartolomé Esteban Murillo”, el sujeto pensante es rotundo: “estoy capacitado para reconocer las cosas fuera del poema”; “Tal vez es el momento de abandonar los libros / y no volver a consolarse en la invención de ornamentos”.

En el poema “Ceremonia: misa del gallo” el vitalismo es extremo; lo celebratorio cobra mayor magnitud a partir de la pátina del dolor, representado por la ciénaga: “desde luego decimos voluntad o decimos no voluntariamente / hubo un día en que quise aún más vida por eso abandoné la ciénaga”.

Y, por mencionar uno más de esta sección, en “El pintor”, la noción de realidad objetual entra en conflicto con el concepto griego de “fidelidad”: “No existía verdad en tantos cuadros: / comparecen sedientas esas aguas / y si el fuego no ardía, sí era fuego”. He aquí un poema que oscila entre lo filosófico y lo escfrástico.

Pasamos ya al final. El libro va terminando con un poema largo que constituye toda una sección encabezada por cuatro citas (de Pound, de Eliot, de Pedro Espinosa y de Billy Collins): “Rupert Brooke”. Con este poema, de manera lineal pero también circular, se cierra el libro, dejando un dulce sabor final, un estruendo, una sinfonía de la belleza, y donde se trasluce lo proteico de su discurso. El arranque del poema bien podría ser una alegoría de la inteligencia, como en todo el libro, anclada en la escuela estoica pero no exenta de licencias personales (más que justificadas) y de metamorfosis irredentas. “Rupert Brooke fue el poeta más guapo de Inglaterra”. / Este es un modo: plácido sería acordarme, / asumir la felicidad, si Midas / en la asunción de la felicidad / osó pintar el meridiano, / pero por nuestro cuerpo pasa historia”. El culturalismo fundido con la experiencia personal queda reflejado, con fina ironía, en los versos: “Y vosotros, / ¿qué objetos me ofrecéis; Mondrian, Malévich? Únicamente dos: la inteligencia y los hilos del mundo / cuando se corresponden con las formas del tiempo”. Tenemos en el texto a dos pintores vanguardistas: Mondrian, el neerlandés que fundó el neoplasticismo; y Malévich, el ruso que fundó el suprematismo. Una explosiva mezcla para los colores del poema. En cuanto a la idea del tiempo y del espacio, enlaza de modo tangencial con alguna de las ideas desplegadas en el primer poema del libro, “El apriori del dolor”, donde el poeta se preguntaba si puede incluir el tiempo en el poema y el espacio en el discurso. Aparece una bella metáfora cargada de épica y de mitología: “y una muerte carente de heroísmo / asignada por Júpiter en el palacio de destinos”. En este largo poema aparecen otros versos bellísimos; sirvan estos de ejemplo, y además compactan su sistema de ideas de manera fragmentaria: “Muerde la piedra lentamente, luego / todo se hace mejor si no se sabe”; después una imagen con cierta pulsión romántica: “Voy a morir en proa como se hace en los barcos, / rodeado de quienes están pero no saben”; “Mi mente está extendida en lo que dejo”; “Qué le vas a imputar a quien hace su papel / sin imposición de la voluntad, / sin la tiranía de la ficción”; “Ten paciencia, las hojas esperan su alimento”; “Qué fácil es morir sin pretenderlo”; “porque todos los hombres menos uno / han mirado la loma sin saber su concepto”; “Si creo en Aristóteles, para aquellas piedras / es preferible el uso a la costumbre, / ya fueron muros las piedras que ahora ves” (aquí me remite a las Regiones devastadas de Carnero); la referencia homérica para la virtud colectiva: “Todos debimos elegir el mismo / camino de Odiseo”; o el definitorio verso “solamente al perderse el hombre aprende”.

“Rupert Brooke” es el poema más largo y meditativo del libro (operando en la extensión y la continuidad como en la “Carta florentina” de su admirado Carnero), y en él se articulan la idea de la búsqueda, la conciencia del tiempo y del espacio, la noción de la muerte, abordada desde la serenidad de un estoico, y toda esa mixtura, amalgama o procesión textual y visual o artística que configura, de modo implacable y vital, “la arqueología de las distracciones”.

Finalmente, como un epílogo secreto, el conjunto se cierra con una cita de Anne Carson: “You see me, you see my life, see what I live on – Is that all I want? / No. I want to make you see time”. Podríamos traducirlo como “Tú me ves, ves mi vida, ves cómo vivo. ¿Eso es todo lo que quiero? / No. Yo quiero hacerte ver el tiempo”.

Con este libro, que es el tercero que publica, el poeta asturiano inicia su madurez poética, comienza el largo camino que desarrolla la voz propia y se erige como uno de los mejores poetas del panorama nacional joven. Aunque, leídos estos poemas, a uno le gustaría excluir el término “joven”, por reduccionista…

Léanlo. No le sobra un solo verso.

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