Solo nos queda bailar (2019), de Levan Akin – Crítica

Por Mar Solaz.

«No existe ningún tipo de motivación sexual en la danza georgiana». El profesor de la compañía nacional de danza es contundente, segundos antes de que Irakli, un nuevo bailarín sustituto, entre por la puerta de clase.

Así debería ser. Tal y como muestran las imágenes al inicio del filme, la danza georgiana es rígida en movimientos y los roles de género están definidos con exactitud. Las mujeres deben proyectar pureza virginal y los hombres son toscos y masculinos. Es una manifestación perfecta de los valores tradicionales arraigados en la sociedad georgiana. Es por esto que resulta un elemento cultural e identitario idóneo para enmarcar e hilvanar la historia que nos presenta Levan Akin, que trata precisamente de la identidad individual frente a la colectiva. De lo nuevo frente a lo viejo. Lo hace de un modo minimalista, auténtico y naturalista, adentrándonos en la subjetividad del protagonista y de su entorno.

Merab es un joven bailarín que no se ajusta a los cánones de masculinidad estipulados. Sus movimientos son gráciles, flexibles. Más cercanos a lo que tradicionalmente se asocia a lo femenino. Esta feminidad resulta profundamente incómoda para el profesor, que la vive casi como una provocación, una falta de respeto. Por eso no importa lo disciplinado que sea Merab, su trabajo nunca es lo suficientemente bueno.

Cuando le preguntan cuánto tiempo lleva bailando con su pareja, Mary, este responde «Nos emparejaron a los 10 años». Algo simbólico, pues parece que no solo han sido emparejados por otros en el baile, sino también en la vida. Sin embargo, la verdadera orientación sexual de Merab está a punto de florecer, un descubrimiento narrado con naturalidad y delicadeza, que no obstante implica todo un desafío a su entorno, en un contexto fuertemente homófobo y estricto.

El director nos acerca al país de sus ascendientes a través del costumbrismo imperante, con escenas familiares, comidas, mucho alcohol y música. Prevalece lo hermoso de lo sencillo, sin grandes artificios en cuanto a la forma, pero con profundidad y verdad en cuanto a contenido. Destaca también la aproximación al propio arte de la danza georgiana, ya que somos testigos de distintos fragmentos coreográficos a lo largo del filme.

Entre ellos se encuentra el baile final de Merab, toda una declaración de intenciones. Ya no trata de moverse como debería. Abandona la rigidez aunque ello suponga renunciar a la aprobación del profesor. Es el dejar de tratar de encajar en un espacio en el que no te dejan encajar por ser quien eres. Es un reclamo a su propia belleza, a pesar de los otros. Porque no cabe duda de que Merab es bello y siempre lo ha sido. Aunque otros se hayan empeñado en lo contrario.

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