Clics contra la humanidad, de James Williams

Clics contra la humanidad

(Libertad y resistencia en la era de la distracción tecnológica)

James Williams

Traducción de Álex Gibert

Gatopardo ediciones

Barcelona 2021  183 páginas

 

  UNA INSACIABLE SED DE DISTRACCIÓN

 

Por Iñigo Linaje

 

Observo a una pareja desde el interior de un café. Toman un refresco en la terraza. Ambos fijan la mirada en una pantalla; ambos teclean mensajes, abren y cierran páginas: imágenes volátiles llenas de anuncios, ofertas, informaciones varias. Sigo leyendo el libro que llevo conmigo, alzo la vista de nuevo y la actitud de la pareja es la misma: siguen hundidos en sus respectivas máquinas. No miran alrededor, no sonríen, no hablan. Vuelvo a mi lectura y leo con dificultad. La sombra que proyectan sus cuerpos tras el cristal me priva de la luz del sol.

Aldous Huxley lo advertía en su libro Nueva visita a un mundo feliz: hubo un tiempo en que los garantes de la libertad pasaron por alto la insaciable sed de distracción del hombre. No le pasó por alto esa advertencia al pedagogo Neil Postman cuando, en 1985, publicó su obra Divertirse hasta morir. Tampoco al escritor James Williams (Florida, 1982) que, durante diez años, trabajó como ingeniero para la empresa Google hasta que se percató de que ésta no se encargaba de “organizar la información para hacerla útil y accesible”, sino de gestionar subrepticiamente la atención de los ciudadanos. O, lo que es lo mismo, de procurar su distracción.

James Williams escribe lo siguiente en Clics contra la humanidad, el libro que acaba de editar Gatopardo en su nueva colección de ensayo: “El poder de moldear los hábitos atencionales de millones de personas se halla hoy en manos de un grupo reducido de individuos. El efecto de esos sistemas sobre nuestras vidas es similar al de una religión”. Como todo objeto de culto, y como toda fe irracional, esas técnicas se asientan en unos dogmas muy concretos; a saber: en la ordenación de una visión teledirigida del mundo, en la instrucción en unas conductas y valores incuestionables, en la renuncia sistemática a la voluntad y a la razón.

El autor norteamericano corrobora su discurso apoyándose en la filosofía y estudiando los fundamentos de la retórica, es decir, los principios que rigen el arte de la persuasión. Este brillante ensayo, subtitulado Libertad y resistencia en la era de la distracción tecnológica, no responde a otra motivación que la de advertir a las personas -en este caso, a un hipotético lector- de las múltiples máscaras que esconden las redes virtuales que los ciudadanos utilizamos en nuestra vida cotidiana. El arte de engañar mediante la imagen sugestiva o el discurso edulcorado no lo lleva a cabo hoy el orador de ayer, sino la todopoderosa industria de la publicidad, un negocio que explotó literalmente con la aparición de internet y que, como fórmula de enganche, apela a la cohesión de un colectivo social o empatiza con el individuo mediante fórmulas laudatorias.

Entre todas las cifras y datos estadísticos que maneja James Williams en su ensayo, hay algunas que llaman poderosamente la atención. Por ejemplo, que un usuario consulte su teléfono una media de ciento cincuenta veces al día. O que las personas que usan un soporte como WhatsApp superen los 1.300 millones. Uno, que se niega por principio a utilizar ciertas herramientas que se imponen como obligatorias, se pregunta cuánto tiempo dedica una persona a pensar ante tal bombardeo de basura (des)informativa. Es evidente que quien consume su tiempo libre en las redes (y no hablamos de redes virtuales sino de redes reales), queda anulado por completo como sujeto pensante.

Nuestro denominado tiempo de ocio, ese oasis de libertad en medio del tráfago de los días, queda reducido -en semejante coyuntura- a la mínima expresión. Según el teórico Joseph Pieper -para quien el ocio constituye la base de nuestra cultura- es en esos periodos de inactividad funcional, de descanso transitorio, cuando se revela nuestro verdadero yo. Ese yo que esconde los sueños más ocultos, los deseos inconfesables y nuestros proyectos más utópicos. Lamentablemente, toda esa energía potencial queda soterrada por el flujo interminable de mensajes que recibimos, auténtica semilla malsana de la cultura del entretenimiento. (No es necesario evocar aquí la filosofía de Marshall McLuhan ni las canciones de Lagartija Nick para referirnos a este concepto). Entretener, según la RAE, significa “distraer a alguien impidiéndole hacer algo”. Por lo tanto, quien se entretiene pasa el tiempo, pero no actúa. Y quien pasa el tiempo, lo mata vulgarmente, luego no piensa.

Propone Williams, en las últimas páginas de Clics contra la humanidad, una serie de pautas que defienden un uso mínimamente ético de las redes sociales, un manejo de los canales informativos que tenga más presente al hombre como ser humano que como títere. Sin embargo, hay gestos, cifras y conductas que hablan a las claras de nuestra nula autonomía moral, de nuestra inmadurez intelectual y de un galopante aborregamiento futuro. Pensemos: ¿cómo puede dejar de influir nuestro comportamiento en un espíritu infantil? ¿Qué hace un niño de ocho o diez años con un teléfono multifuncional en la mano? He ahí otra vía de investigación que el ensayo no plantea directamente, pero que deja entrever.

Concluye Williams sus pesquisas apelando a la razón humana, a la resistencia de un yo sobreestimulado hasta el paroxismo: “Seremos libres en la medida que podamos y queramos luchar por la propiedad de nuestra atención”, apunta al final del libro.  El remedio -por lo tanto- está en nuestra mano: en la mano de nuestra razón. Quizás sea momento de pronunciar la frase que Diógenes de Sinope le dijo a Alejandro Magno -el todopoderoso emperador- cuando éste le concedió un deseo: “No me quites la luz del sol”.

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