“Desde Elca” (Antología), de Francisco Brines

Por Jorge de Arco. 

   “En las manos el libro. / Son palabras que rasgan el papel / desde el dolor o la inquietud que soy”, escribe Francisco Brines en su poema titulado poema “Al lector”. Estas nuevas palabras viejas, no sólo rasgan el papel sino que también atrapan por la fe que esconden tras su imaginería verbal y por el preciso fervor con que son capaces de rastrear en la memoria. Porque el decir del poeta valenciano (1932) viene signado por una evidente emoción intuitiva, por un temblor que pareciera estrenar en cada verso un universo vívido y común.

Bajo el título Desde Elca (Pre-Textos), se recoge una significativa muestra de la de los siete libros publicados hasta la fecha: Las brasas, (1960), Materia narrativa inexacta (1965), Palabras a la oscuridad (1966), Aun no (1971), Insistencias en Luzbel (1977), El otoño de las rosas (1986) y La última costa (1995). Además, se añaden otros tantos inéditos, que conforman un gratísimo conjunto

Desde su primer poemario, Francisco Brines ha mantenido un devoto compromiso con el verso que le ha llevado enfrentarse a cada texto con una delicada mesura en la expresión, una temática de corte clásico -infancia, deseo, amor, muerte…- y un constante diálogo con lo cotidiano y latente:

Todavía es de noche y canta el gallo.

Y así lo hace una noche y otra noche.

Y yo aguardo su canto cada noche.

Tenebrosa es la voz que lanza el gallo.

Agria es la luz, y el gallo rompe la noche.

Tiento la oscuridad, y escucho al gallo.

Has perdido otra noche, dice el gallo.

Hasta que no haya noche ni haya gallo.

Confeso deudor del magisterio de Juan Ramón y Cernuda y admirador de la prosa de Azorín, Miró y Gómez de la Serna, sorprende en el poeta de Oliva su personal percepción de la realidad. A través de ésta, su cántico se despliega impregnado de una meridiana claridad y de una búsqueda incesante de lírica lumbre:

El campo, oscuro: lejos, el mar,

las luces. Y un pájaro nocturno.

 

Sentado está mi padre

con olor de naranjo entre sus dedos

y el rostro plateado. Espera.

Y en un paseo largo,

de rezo y vigilancia del jazmín

mi madre está esperando.

 

Vaharadas de tiempo

suben hasta el balcón, en donde miro

su soledad, sus sombras. En esta casa todos

estamos esperando a quien nos niega.

Hay en estos versos, a su vez, un halo de serenidad, de aroma a campo y a nostalgia, a pacífica batalla contra el tiempo y su condena. Un huerto, un jardín, un mirlo, una tapia, un olor, una sombra, una rama…, se hacen materia temática y complementan un bello mosaico por donde se cuela la mirada de un yo que quiere revitalizar su existencia. Desde un profundo conocimiento y una palabra sensorial, los paisajes que lo vieron nacer, los protagonistas familiares, las pretéritas instantáneas que abrigan y confortan su madurez, pueblan y colorean páginas de sugestivas visiones, de estremecidas remembranzas:

Vuelve la hora feliz (…)

 

Y estoy en paz con todo lo que olvido

y agradezco olvidar.

En paz también con todo lo que amé

y que quiero olvidado.

 

Volvió la hora feliz.

                          Que arriben al menos

al puerto iluminado de la noche.

Confesaba Francisco Brines tiempo atrás “Ningún lugar que yo haya visitado ha recibido nunca de mí un adiós definitivo”. Tampoco le será fácil al lector despedirse de esta oportuna antología, sin que muy pronto vuelva -con avidez-, a sumergirse en ella.

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