Michel de Montaigne: “El orgullo y la curiosidad son los dos azotes de nuestra alma”

José Luis Trullo.- En esta entrevista imaginaria a Michel de Montaigne, le planteamos una serie de cuestiones surgidas al calor de ciertas peripecias cotidianas y, para nuestra sorpresa, tenía todo un arsenal de respuestas prestas para ser aplicadas con éxito, extraídas de sus Ensayos en la traducción de Jordi Bayod Brau para la editorial Acantilado. Y es que con los clásicos al lado se vive mejor.

Maestro, a raíz de una serie de concatenaciones en apariencia fortuitas, y recurriendo a ciertas indagaciones astrológicas para averiguar si de ello extraía alguna lección de utilidad, una persona muy querida por mí se me lamentaba de que la tomaban por lunática e ignorante. Esto es frecuente en nuestra época: dar por necio (ahora lo llaman negacionista) a quien sostiene aquello que no conviene a la opinión general, o incluso a quien busca la verdad por sus propios medios, sin encomendarse a la academia o al ministerio de turno.

-Es necia presunción desdeñar y condenar como falso aquello que no nos parece verosímil, lo cual es vicio común entre quienes piensan que tienen alguna capacidad superior a la ordinaria. La razón me ha enseñado que condenar una cosa tan resueltamente como falsa e imposible es arrogarse la superioridad de tener en la cabeza los términos y límites de la voluntad de Dios y de la potencia de nuestra madre naturaleza; y que no hay locura más notable en el mundo que reducirlos a la medida de nuestra capacidad y aptitud. Si llamamos monstruos o milagros a aquello donde no alcanza nuestra razón, ¡cuántos se nos ofrecen continuamente a los ojos!

¿Por qué cree que ocurre esto? ¿Es nuestra soberbia de hombres modernos, que creemos que todo lo sabemos y podemos? ¿Hay que reivindicar una perspectiva más humilde respecto a nuestra capacidad de conocer la realidad, e incluso de dominarla?

Debemos juzgar con más reverencia sobre la infinita potencia de la naturaleza, y con mayor reconocimiento de nuestra ignorancia y debilidad. ¡De cuántas cosas poco verosímiles han dado testimonio personas fidedignas! Si no podemos persuadirnos de ellas, debemos dejarlas por lo menos en suspenso, pues condenarlas como imposibles es arrogarse, con temeraria presunción, la fuerza de saber hasta dónde llega lo posible.

¿Cuál sería su divisa personal a este respecto?

Ni creer a la ligera, ni descreer con facilidad.

Como admirador de los clásicos (de todos los tiempos), siento una especial fraternidad hacia los autores del Renacimiento como usted, y a través de ellos, de la Antigüedad, tanto grecolatina como cristiana. Aunque en nuestros días se les cita con frecuencia, es cierto que ocupan un papel decorativo, e incluso no es infrecuente imputarles todo tipo de responsabilidades sobrevenidas, en cuanto artífices y cooperadores necesarios de una cultura que algunos (¡y algunas!) sueñan con demoler.

¿Alguien en nuestro siglo tiene tanta desfachatez que piense poder compararse con ellos, ya sea en virtud y piedad, ya sea en saber, juicio y capacidad? Qui, ut rationem nullam afferrent, ipsa auctoritate me frangerent [Son tales que, aunque no brindaran razón alguna, me doblegarían con su sola autoridad] (Cicerón, Tusculanas, I, 21).

Puede que muchos de los que los critican (y/o ignoran), en realidad no les entiendan…

Es peligrosa y grave osadía, aparte de la absurda ligereza que supone, despreciar aquello que no entendemos.

¿A qué atribuye esta actitud?

El orgullo y la curiosidad son los dos azotes de nuestra alma. Ésta nos lleva a meter la nariz en todo; aquél nos impide dejar nada sin resolver y sin decidir.

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