Gran interpretación en una austera visión de «La muerte de un viajante»

Por Horacio Otheguy Riveira

Muerte un viajante, de Arthur Miller, Premio Pulitzer y Premio de la crítica de Nueva York, tras el estreno en Broadway en 1949. Una historia que ha impactado mundialmente, traducida y representada sin cesar, tras versiones para el cine y para televisión. Cumple 72 años de edad y lleva consigo allá donde vaya una juventud eterna. El subtítulo del texto es clave en la demostración de lo novedoso de su estreno: Algunas conversaciones privadas en dos actos y un réquiem, un comentario en voz baja con mucho subtexto. El teatro tiene normalmente esa fuerza inherente al ofrecer a un público anónimo «conversaciones privadas», pero rara vez ofrece una intimidad trágica con tanta referencia histórica, ya que planteaba una serie de conflictos nunca antes desarrollados sobre un escenario, tales como la disfuncionalidad familiar en torno a un quebrado gran sueño americano, revalorizado con el New Deal de Roosevelt para revivir después del Crash del 29. Mas la historia del Viajante sucedía en 1949, aún en la dolorosa segunda posguerra mundial.

En Muerte de un viajante muchos de los valores sociales y morales se dan de bruces con toda esperanza. Nada es lo que parece en la vida de ensueño que quiere forjar Willy Loman, el viajante que sonríe con zapatos siempre bien lustrados y que si no recibe como respuesta más sonrisas se viene abajo. Es un padre de familia en el que se siguen reflejando millones de hombres en todos los idiomas [el más espectacular, sobre el que escribió el propio Miller (El viajante en Beijing) se dio en la China posmaoísta]. En sus 240 páginas Miller expone a un autor maravillado al ver interesados en su historia a espectadores con una cultura aparentemente tan distinta. Lo hace con su habitual parsimonia de judío culto de izquierdas, siempre crítico con todas las fórmulas convencionales, sin temblarle el pulso a la hora de juzgar el cruel autoritarismo de los estados democráticos cuando se trata de manipular las necesidades de la gente.

Willy Loman es uno de los personajes clave en el teatro del siglo XX que entra en el XXI bajo palio porque su drama socioeconómico se ha complicado aún más, así como la estructura familiar imposible de aislar del contexto de la sociedad.

Comienzo de la función con el viajante regresando a su barrio en el Distrito de Brooklyn, Nueva York, después de una frustrante jornada en la que se sintió más perdido que de costumbre. Blanco y negro, grises y tonalidades marrones, luces y sombras en un espacio escénico por donde deambulan la alegría de los soñadores y la tragedia de la realidad.

Esta puesta en escena es de una austeridad conmovedora que el maestro Rubén Szuchmacher (Lo incapturable) resuelve con múltiples matices de las capacidades actorales, y lo hace con un elenco que se desenvuelve con la clásica naturalidad propia de las artes escénicas, es decir, con afinado trabajo detrás de esa apariencia de facilidad de todas las situaciones, especialmente llamativa en los actores que se desdoblan con rapidez de vestuario en transiciones muy bien enlazadas, con una suavidad natural que permite desarrollar vivencias apenas apuntadas en el texto, como el proceso tan íntimo de Linda, la esposa de Willy —Cristina de Inza—, que con muy poco texto transmite la densidad trágica de un amor quizás perdido para siempre; del mismo modo el siempre soñado hermano, el hombre que se hizo rico, en manos de un riguroso Fran Calvo que en escasos minutos pasa a ser el sinuoso vecino de los hermanos Loman, joven o maduro, así como Jorge Basanta impacta con la composición de Charlie, el único amigo de Willy, en una actitud física sorprendente, pues basta ver la flexibilidad de su cuerpo para comprender la compasión que siente sin poder hacer más que prestarle un poco de dinero, y en otra escena fundamental, convertirse en el pérfido jefe, confortable en su indiferencia ante la decadencia del hombre que lleva trabajando para él desde hace 34 años.

Por su parte, Carlos Serrano-Clark asume el contrapunto del guapo joven al que las chicas adoran, y en breves escenas Virginia Flores es la amante complaciente que se conforma con unas medias, nada fáciles de conseguir en aquellos duros tiempos.

En una producción tan despojada de adornos, apoyada en la interpretación constantemente, Imanol Arias consigue el mejor trabajo de su carrera, logrando conmover cuando es el eterno soñador o cuando exhibe sin pudor su impotente derrota. En todas las dinámicas va construyendo al hombre roto de la primera obra del teatro estadounidense que ya en el título advierte el desenlace. Se atrevió a ello el autor, seguramente necesitado de que el público viajara con él hacia ese final sin saber cómo se producirá…

De izquierda a derecha: Fran Calvo, Carlos Serrano-Clark, Cristina de Inza, Imanol Arias, Jon Arias, Jorge Basanta, Virginia Flores.

Estas interpretaciones tan convincentes se desarrollan en un marco escénico donde unas pocas sillas son más que suficientes, dejando a la imaginación del espectador cada ambiente donde transcurre la acción, fácilmente reconocible sin necesidad de mobiliario realista. Algo de esto sí hay en los paisajes que se visualizan en una gran pantalla ubicada por encima de las grises paredes en las que está encajada la vivienda de los Loman, la que tanto les cuesta pagar, arrinconada por otros edificios que se han erigido alrededor.

Magnífico duelo familiar

 

El eje sobre el que gira la pieza es el desencuentro de Willy y su hijo mayor, Biff: hay en ellos mucha ira y mucho amor descompuesto. Han sufrido una crisis que se expande por el escenario poco a poco, contradictoriamente, hasta que la idolatría del muchacho, aún adolescente, se le desbarata de golpe. A esta poderosa escena se le sumarán otras hacia la más intensa en la recta final. Es la prueba de fuego de todas las versiones de Muerte de un viajante, por eso en este caso tiene especial interés, generando gran admiración lo conseguido por padre e hijo en la vida real: el duro amor-odio de Willy y Biff adquiere sobresaliente dimensión en manos de la veteranía de Imanol Arias y su hijo treinta años más joven, Jon Arias. Estamos con ellos en ese angustioso tren fantasma que recorre esta obra: fantasmagoría que la iluminación de Felipe Ramos ha comprendido aportando matices que acompañan a los personajes en su difícil trayecto.

Los Arias logran en el vaivén del pasado y el presente, de la bullente juventud a la penuria de la madurez, una fortaleza poética perfectamente integrada en la armónica conjunción de talentos de todo el reparto.

Imanol Arias atiende una observación del director Rubén Szuchmacher en uno de los ensayos. (Foto: Irene Meritxell)
Un espacio escénico que nunca pierde su atmósfera de intriga. Con pocos detalles se expone todo lo que se necesita expresar, a veces felizmente acariciado por la creación sonora de Bárbara Togander.

En definitiva, una de las obras maestras de la historia del teatro servida con enorme sensibilidad y profundo conocimiento de las posibilidades de sus intérpretes, capaces de alcanzar sutiles o marcadas emociones con la expresividad de sus cuerpos y las tonalidades de sus voces.

Muerte de un viajante

AUTOR: Arthur Miller

VERSIÓN/ADAPTACIÓN: Natalio Grueso

DIRECCIÓN: Rubén Szuchmacher

ASISTENTE DE DIRECCIÓN: Mónica Vic

DISEÑO DE ESCENA Y VESTUARIO: Jorge Hugo Ferrari

DISEÑO DE ILUMINACIÓN: Felipe Ramos

MAQUILLAJE Y PELUQUERÍA: Chema Nocci

FOTOGRAFÍAS: Sergio Parra

DISEÑO SONORO: Bárbara Togander 

REPARTO

  • Willy Loman: Imanol Arias
  • Biff: Jon Arias
  • Charly/Howard: Jorge Basanta 
  • Bernard/Ben: Fran Calvo 
  • Linda: Cristina de Inza 
  • Mujer: Virginia Flores 
  • Happy: Carlos Serrano-Clark 

TEATRO INFANTA ISABEL. jueves, viernes y sábados 19 h; domingos 18 h.

El precio de las entradas en taquilla es el mismo que en la web, gastos incluidos.

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Arthur Miller falleció a los 89 años en 2016, cuatro años después de recibir el Premio Príncipe de Asturias: «El trabajo consiste en formularse preguntas, tantas como se puedan, y hacer frente a la falta de respuestas precisas con una cierta humildad».

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