Teatro y TVE: cuando la televisión era cultura: Lo que natura no da, Salamanca non presta

Por Francisco Collado

                                                                                           

Durante los años 60 y 70 la ficción española fue señera sembradora de cultura, especialmente literatura, traducida al incipiente lenguaje televisivo de la época. Es cierto que la bisoñez de las técnicas y las carencias económicas no permitían demasiados alardes, pero la creatividad de los autores, la imaginación y (sobre todo) la calidad actoral del momento, permitieron una serie de aportaciones señeras y que convirtieron aquella época un momento áureo para el teatro y la literatura. Estudio 1, se convirtió en un referente del teatro televisado, mientras que Novela se especializaba en adaptar grandes novelas a la pequeña pantalla. Cuentos y Leyendas jugó con ambas posibilidades. El ritmo de grabaciones era intenso (entre 30 y 50 al año) que se emitían de lunes a viernes en episodios de unos 30 minutos. El guion fue de Jose María Font, que fue el último guionista en incorporarse a la serie.

El Estudiante de Salamanca (Antonio Chic, 1972.) convirtió los versos polimétricos de Espronceda en prosa y adaptó la historia con los precarios medios visuales, arrastrando todos los hallazgos y todas las innovaciones. El guion fue de Jose María Font, que fue el último guionista en incorporarse a la serie. En el terreno técnico, el uso del primer plano y el plano-contraplano son la marca de la casa. Esta arteriosclerosis visual se sostiene dada la calidad dramática de los intérpretes, su certera dicción, su juego gestual. Sobre unos eficientes y bien diseñados personajes, Sancho Gracia es el achulado y prepotente Don Félix de Montemar. El actor extrae al personaje todo un bagaje de actitudes y posturas vitales, recreando al altanero, irreverente y corrompido protagonista. Charo López dibuja una eficiente Elvira de Pastrana de rasgos etéreos y alma intensa. El rol de Diego de Pastrana está desarrollado por uno de los actores de mayor entidad de la época: Paco Morán. La producción peca de uno de los estilemas imperantes tanto en lo cinematográfico como en lo televisivo, el uso destemplado e indiscriminado del zoom para resaltar el instante. La versión de “el estudiante” de Cuentos y Leyendas (José Briz Méndez. 1975) comparte esta lacra visual tan propia del momento. También comparten (curiosamente) un instante en que la cámara contempla un crucifijo en una pared como punto de transición para escenas. La oralidad, que es uno de los caracteres de la obra, queda contemplada en la versión de “Novela” mediante el uso de una canción que transmite los versos genésicos en off, donde se nos va narrando (antiguas historias cuentan) el desarrollo de la historia y que resulta de los más apropiado para desarrollar el entorno dramático. En el caso de la versión de Cuentos y Leyendas, el uso de la banda sonora es efectista y para ello utiliza clásicos de matiz siniestro como “Was Requiem. Op 66: Dies Irae. Bach”. Como era habitual en la época en los créditos no se mencionan ni los autores de las obras, ni los títulos, ni las localizaciones. Aunque lo mas nefasto era que reutilizaban las cintas para grabar encima, por lo que se ha perdido gran parte de las producciones de la época.  Las localizaciones en el caso de la versión de Sancho Gracia son meramente anecdóticas, ya que TVE tan sólo podía permitirse el lujo de interiores y decorados bastante menesterosos, como la mencionada pared con crucifijo. El mayor presupuesto y avance en el terreno creativo y crematístico se observa en la escena final donde Sancho Gracia encuentra a la novia-muerte en un callejón de decorado y termina el episodio abrazado al rostro de calavera. En el otro caso, existe una aportación creativa más elaborada: altas columnas simulando unas ruinas, espacio exterior con niebla, etc. La fidelidad al epílogo del drama es mayor, ya que Montemar muere sobre la tumba mientras el hermano de Doña Elvira oficia la ceremonia necrófila. Además, hay un conato de efectos especiales donde el rostro de Sandra Mozarowsky se va descomponiendo lentamente ante un soberbio e inconsciente Ricardo Merino (Montemar) que no tiene miedo de Dios ni del Diablo. Los precedentes del drama surgen de obras como El burlador de Sevilla de Tirso de Molina, No hay Plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague, de Antonio Zamora. Pero también pueden encontrarse reminiscencias del Lisardo (Jardín de flores curiosas), El niño diablo de Vélez de Guevara, El mágico prodigioso o El rufián dichoso de Cervantes. No podemos olvidar una cierta influencia hoffmaniana, lo lóbrego, la literatura gótica. De hecho, la obra postula la entrada en nuestro país del género fantástico a golpe de romancero. En este aspecto, la visión del director Briz Méndez es mucho más próxima al espíritu de romanticismo enfermizo mediante el uso de neblinas, callejones, etc. Las localizaciones salamantinas se reducen a callejuelas y planos repetidos de la Catedral vieja, donde se desarrolla el duelo entre Félix de Montemar y Don Diego de Pastrana, así como interiores inespecíficos de conventos que podrían corresponder a cualquier ciudad. Briz también opta por la prosa, olvidando el ritmo y la musicalidad de la obra genésica, así como su rica polimetría y adjetivación netamente romántica.

El Don Félix de Sancho Gracia incide mas en la aptitud inconsciente, falta de empatía y soberbia, de un personaje desagradable y extremo. El de Ricardo Merino tiene más riqueza poliédrica. Se permite secuencias de canciones de taberna, risas (las de Sancho Gracia son casi ofensivas pro la prepotencia), diálogos jocosos y acercándose más al prototipo de rebelde romántico. El Montemar de Sancho Gracia segrega bilis, cinismo y un halo de psicopatía incipiente. No en vano el autor vive en la época del positivismo y refleja en un personaje sin miedo a lo fantástico esta característica.

 

Ricardo Merino se permite cierto halo de grandeza, irreverencia y valentía (no exenta de inconsciencia). En esta versión tiene escaso juego actoral la protagonista: Sandra Mozarowsky, quizás por su primera presencia delante de la cámara, mientras que la interpretación de Charo López (foto) es soberbia, rica en matices y llena de aristas.

La trama está imbricada perfectamente en la tradición y maneja con habilidad los topos, con la avanzadilla de lo fantástico introduciéndose en la literatura patria. Nada en el proceso inicial: los juegos de taberna, la oferta de soborno, los personajes mujeriegos, permiten prever el epílogo fantástico, que se aleja del lirismo del prólogo. Montemar es lo dionisiaco, lo negativo, frente a los apolíneo, representado por Elvira y su ciega positividad. En el epílogo también se omiten las referencias religiosas que acompañan la aparición de la figura fantasmal de Doña Elvira y se insiste en que la hybris del protagonista es la causa de su desgracia inevitable. Doña Elvira es un personaje homérico, transformado en espectro, que guía a Montemar (personaje órfico) por una Salamanca siniestra y fantástica. Hasta el final la soberbia de Don Félix le lleva a querer enfrentarse “con Dios o con el Diablo”, pero tan sólo encuentra espectros de sus víctimas y su víctima mayor, Doña Elvira, en una mistura de ironía y tragedia. Don Félix, como un Orfeo inverso, termina sus días en una ceremonia oficiada con espectros, tras descender por la escalera que lleva a una eternidad nada tranquilizadora.

Hubo un tiempo en que la televisión era cultura. En que los textos de grandes autores llegaban semanalmente a las casas de los ciudadanos, que podían escuchar y visionar obras clásicas y contemporáneas. Que se familiarizaron con la literatura y el teatro de modo cotidiano. El Estudiante de Salamanca fue una de aquellas Novelas, que serían el prefacio de las ficciones seriadas posteriores como La Saga de los Rius o Curro Jiménez. Era el momento de las ficciones basadas en guiones originales y no en obras literarias previas. El éxito de estas propuestas condujo a realizaciones como Cañas y Barro, La Plaza del diamante o Los gozos y las sombras.  Pero esa, es otra historia.

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