El ferrocarril subterráneo

Por Gerardo Gonzalo.

“¡El horror, el horror!”
El corazón de las tinieblas (Joseph Conrad)

 

Hace ya algo más de 100 años, en 1899, el escritor Joseph Conrad publicó su novela más célebre, El corazón de las tinieblas. Un relato que retrata los pavorosos abusos del Imperio Británico en África. En esta historia su protagonista, Marlow, hace un viaje aterrador a la búsqueda de Kurtz, responsable de una remota estación en la selva, suministradora de enormes cantidades de marfil y que se ha convertido en un alucinado tirano sanguinario, que en la práctica ejerce como dueño de un territorio remoto y de sus pobladores. Marlow, en ese viaje de búsqueda, queda atrapado por la fascinación de un personaje, que en cierta medida encarna el mal, y que somete de forma despiadada a los indígenas, a veces presentados como seres resignados e ignorantes.

Hago esta breve disertación sobre El Corazón de las Tinieblas porque en cierta manera, la serie y su génesis literaria, recrean una especie de viaje místico y terrible al corazón de la esclavitud en los Estados del sur de Estados Unidos. Un relato en el que deambulan leyendas en forma de ferrocarriles bajo tierra, personajes resignados o rendidos a su tirano particular, una fascinación por el mal en forma de un protagonista torturado y la lucha justa por escapar de ese horror. En resumen, un viaje al corazón de las tinieblas.

Y es del horror, de lo que trata el artefacto literario que sostiene esta serie, la novela de Colson Whitehead publicada en 2017, y del que toma también su nombre, El ferrocarril subterráneo (The Underground Railroad). Un título que hace referencia a una red clandestina de rutas que desarrollaron algunos abolicionistas para ayudar a escapar a los esclavos. Obviamente, estas rutas de huída siempre fueron terrestres u ocasionalmente marítimas, no existía una red de ferrocarriles en el subsuelo americano. Sin embargo, según han declarado tanto el autor de la novela, como el director y creador de la serie, Barry Jenkins, en su imaginería sí que emergía al pensar en este concepto, la poderosa metáfora de un tren secreto y subterráneo que facilitara la huida de los esclavos.

La novela de Colson Whitehead, galardonada además con el Pulitzer, me resultó interesante como concepto, aunque no quedé tan fascinado por su ejecución, algo que también me sucede con su otro gran éxito, Los chicos de la Nickel (2020) de temática también racial, de planteamiento también atractivo, pero que tampoco provocó en mí la conmoción que cabría esperar. De hecho, en este ámbito literario, empatizo más con la obra de Toni Morrison.

En cualquier caso, mis cautelas con Whitehead (eso sí, ligeras, porque reconozco que ambas novelas, sin parecerme excelsas son notables e interesantes) no debe redundar negativamente al valorar el resultado de una serie, que se presenta aún más ambiciosa en su discurso, con un mayor afán por profundizar en la cuestión y que pretende ahondar más aún en la psique, las motivaciones y las interioridades de sus personajes, sometiéndolos a un mayor desarrollo y escrutinio. Además, aprovecha para explorar algunas derivadas y deambular por rutas temáticas implícitas en la historia, pero no transitadas en la novela.

La ficción como tal, nos cuenta la historia de Cora, una esclava que intenta huir de una plantación de Georgia, de su recorrido por lo más tenebroso del sur de Estados Unidos y la persecución a la que se ve sometida por un personaje complejo, perseverante e implacable en esa cacería.

Es sobre esta huida sobre la que gravita una trama que nos presenta todas las muestras de horror y atrocidades posibles, imaginables unas e inimaginables otras, que el racismo y la esclavitud provocó en quienes la sufrieron. Un viaje al horror sin descanso y sin respiro. Todo es desolador, desasosegante y cruel en una experiencia que deja emocionalmente exhausto al espectador.

Es ahí donde la serie alcanza sus objetivos, pero al mismo tiempo donde también puede generar algunas reticencias. El mensaje es impecable, es real y describe un horror con base histórica y que sin lugar a dudas existió. Pero al mismo tiempo, creo que resulta dramáticamente extenuante para quien la ve, asistir sin apenas respiro o descanso alguno, a toda una serie de desdichas y crueldades, sobre las que apenas se ciernen ocasionalmente frágiles atisbos de tenues esperanzas. Es una historia que llega a abrumar y que se ensaña con quien la ve, sometiéndonos a una experiencia de la que a veces sientes la necesidad de huir por su claustrofóbica y oscura trama. Creo que toda narración, toda ficción, sea del tipo que sea, merece mostrarnos al menos, una expectativa, una luz al final del túnel, y aquí la luz resulta demasiado pequeña y remota.

Una premisa esta, que no me impide apreciar la robustez y brillantez de una serie ambiciosa, perfectamente realizada, visualmente perfecta, con una puesta en escena fastuosa y extraordinariamente interpretada por sus dos protagonistas principales, Thosu Mbedu y Joel Edgerton. Pero que al mismo tiempo, me hace dudar a la hora de recomendarla, ya que es dura en exceso y su visión no es apta para todo tipo de sensibilidades.

Una serie a la que hay que reconocer su vocación plenamente artística y una audacia evidente en la forma de narrar. No busca agradar ni atraer a un público amplio, ya que esta ficción empuja sin complejos al desasosiego a quienes se enfrentan a ella. Para ello, se apoya en una estructura nada usual, con cambios temporales, derivadas nada obvias, rupturas argumentales, y con diez capítulos que alternan duraciones que van de los ochenta minutos a menos de veinte. Como digo, indiscutible su vocación y voluntad, alejada de cualquier fórmula televisiva estándar, cuenta con crudeza la esencia de lo que pasó y no admite concesiones a la hora de mostrarlo.

Esto también implica otro desafío a un espectador que debe ser capaz de asimilar la complejidad de una propuesta, que si bien en su primera mitad es más narrativa y convencional, poco a poco va a ir derivando en elipsis, momentos llenos de simbolismo y trascendencia, y una buscada lentitud, que a veces deriva en extrema quietud, en el tempo de la trama según esta va avanzando. Solo rota por estallidos fugaces y repentinos de horror y terror, que marcan los giros que hacen avanzar la historia.

Su creador, Barry Jenkins, dirige todos los capítulos y de su autoría y sus decisiones depende una serie que ha sido puesta en manos de un realizador portentoso, que ha tratado con brillantez y con una mirada muy personal en forma y fondo, la cuestión racial en magníficas películas como Moonlight (2016) y El blues de Beale Street (2018). Un estilo, que aquí ha endurecido al servicio de una historia que busca adentrarse en la oscuridad absoluta del alma humana, en el horror absoluto.

Una huida sin fin a unos Estados Unidos espectrales, donde las metáforas luminosas son sepultadas por realidades Kafkianas que convierten la serie en una espiral sin fin de tinieblas de donde parece imposible salir. Ver la serie es una experiencia, más aún, un reto, que como tal comporta esfuerzo y transitar por zonas nada complacientes. Pero como todo desafío, su superación conlleva una recompensa en forma de experiencia íntima y profunda. Atreveos.

 

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