La poesía es como el fútbol. ‘Poeta chileno’, de Alejandro Zambra

 

¿No está la poesía quizás algo sobrevalorada? O, aun a riesgo de ser algo hiriente, ¿no están sobrevalorados los poetas? En fin, no es solo una idea mía, sino también lo que parece desprenderse de la obra de un poeta profesional, el chileno Alejandro Zambra, autor en este caso de una novela significativamente titulada Poeta chileno, uno de cuyos temas principales es, claro, la poesía chilena o, más bien, como indica bien el título, los poetas chilenos. Afortunadamente (al menos para los que tenemos una relación estrecha con el arte y la literatura ciertos afanes trascendentes pueden ser fatigosos), Zambra huye de la seriedad de la reflexión poética, de honduras estéticas y del irritante defecto de creerse importante, algo muy de admirar en un poeta porque, si hay que juzgar por esta novela, los poetas tienden a sufrir delirios de grandeza cuando, en realidad, su labor no tiene mayor relevancia que un torneo de fútbol.

Es más, buena parte del tratamiento del tema de la poesía en la novela podría resumirse con esa máxima: la poesía es como el fútbol; y los poetas, por mal que sepa decirlo, muchas veces son como los futbolistas: vanidosos, ambiciosos, algo infatuados y, sobre todo, muy competitivos, más preocupados de su éxito en los ambientes literarios y de su ganancia de prestigio que del valor real de su obra. Así lo muestra que Vicente, uno de los protagonistas de la obra, incipiente e inseguro poeta de dieciocho años, piense precisamente esto al elegir en una librería “tres libros muy baratos de poetas que tienen quince o veinte años más que él, y que si fueran futbolistas en lugar de poetas serían considerados futbolistas acabados, […] pero como son poetas todo el mundo los sigue llamando poetas jóvenes, porque el ejercicio de la poesía no da dinero pero prolonga notablemente la juventud”. Debe ser la única ventaja en la comparación, por supuesto, si de lo que se trata es de prestigio y reconocimiento, salvo en alguna excepción insigne dentro de la gran tradición chilena, como Zurita, “una especie de Maradona”, Gabriela Mistral o Pablo Neruda, ganadores para Chile de “dos campeonatos mundiales de poesía”, como celebra orgulloso otro joven poeta: “Somos bicampeones mundiales de poesía, es lo único en que somos probadamente buenos”.

La competitividad del ambiente poético chileno lo hace a veces irrespirable, como observa Pru, una periodista estadounidense que redacta un reportaje sobre ello para una revista cultural: “Los poetas chilenos son extraordinariamente competitivos, parecen neoyorquinos”; o se parecen más bien a “un chef peruano o un futbolista brasileño o una modelo venezolana”, como dice un poeta entrevistado recogiendo a un tiempo el aspecto folklórico, competitivo y prestigioso del ejercicio (nunca mejor dicho) de la poesía en Chile, triple faceta que hace a algunos de ellos “capaces de liderar una secta si se lo propusieran”. Priman los egos, por supuesto, y no solo entre los poetas, sino en la imaginación de los lectores y estudiosos, que miran la escena como si fuera “una lucha de titanes, con esos machos heterosexuales peleándose el micrófono como únicos protagonistas”. Más que una tradición poética, parece, en efecto, un torneo deportivo, y por eso no es de extrañar que Pru prefiera los poetas aficionados a los profesionales, más alejados, paradójicamente, de la ingenuidad de la creación artística sin otro objetivo. Quizás contribuya también a esta preferencia particular la tangana, dicho con términos futbolísticos, que se organiza en una fiesta poética entre Sergio Parra, un poeta parecido a Bob Dylan, y un homólogo gordísimo que se acerca a un palmo de su cara y “le dice, o más bien le espeta, salivando: «Tus libros valen campalla»”. Afortunadamente, la cosa no va más allá de unos cuantos empujones y la huida algo adolescente de un indignado “Parrita” con las cervezas sin alcohol que había llevado como aportación a la fiesta. Justo entonces, sin embargo, de los rescoldos de la escaramuza anterior se forma un nuevo conflicto que esta vez se convertirá en batalla campal, que comienza por acusar a un poeta que, por otra parte, “habría intentado cagar sobre la cama del dueño de la casa” de haber robado a otro un libro de Nikos Kazantzakis. “A los pocos segundos parece que pelearan todos contra todos” sin que Pru consiga ni entender la razón ni distinguir los bandos. Lo mismo vale como acusación robar un libro que haber ensayado una obra de arte excrementicia o haber acaparado a José Emilio Pacheco en su visita a Santiago en 1999, pecado al parecer el más grave que acaba con uno de los autores noqueado y recibiendo el auxilio del boca a boca por parte de un poeta gay, “lo que no parece necesario”. Ya se ve que las reuniones poéticas chilenas son, si bien accidentadas y a veces traumáticas, variadas y entretenidas.

Pero ¿es que acaso es esto todo lo que ofrece la poesía en Chile? No, por cierto, y es que igual que el fútbol la poesía tiene también sus luces, relacionadas las más de ellas no tanto con sus logros artísticos como con las relaciones que ofrece. Pero centrémonos en este caso en el fútbol y en el tema verdaderamente central de la novela: la paternidad o, para precisar, la relación entre Gonzalo Rojas (no el poeta chileno, sino un mínimo poeta chileno que casualmente comparte nombre con él) y su hijastro Vicente, hijo de su novia Carla con otro hombre, León. Comprensiblemente, Gonzalo pasa una buena parte de la novela preocupado por cómo forjar una relación que seriamente se pueda llamar paterna con Vicente. La respuesta pasa, como en tantos otros casos, por el fútbol, e incluso desde antes de conocerlo en persona:

                Qué idea tan típicamente masculina: un padre y su hijo o alguien que parece ser su hijo jugando a la pelota en la plaza. El hijo trata de hacerlo bien pero la pelota salta para cualquier lado, el padre celebra los supuestos progresos, practica la estimulación positiva; el niño no ha marcado ningún gol, el niño no podría marcar ningún gol, el niño no domina todavía el concepto de gol, y de todos modos el padre dice o grita o proclama que el niño ha marcado un gol y lo celebra aparatosamente. El padre señala con sutileza y autoridad la forma correcta de patear la pelota, porque el padre sabe de esas cosas. El padre se deja ganar, porque para ser un buen padre hay que dejarse ganar. Ser padre consiste en dejarse ganar hasta el día en que la derrota sea verdadera;

y también como proyecto de futuro: “Imaginó que se acompañaban, que a veces hablaban de fútbol o de literatura o de líos amorosos”.

Y, en efecto, durante algunos años Gonzalo consigue, fútbol mediante, convertirse en el padre putativo de Vicente, al que lleva frecuentemente al estadio a ver al Colo-Colo felices y familiares en contraste con otros padres, quizás más biológicos pero sin duda peores, con los que los niños “se aburren como ostras en el estadio mirando unos partidos tristones y lentos” comiendo dulces, hamburguesas y patatas fritas del McDonald’s mientras sus progenitores, sin prestarles apenas atención, “se desgañitan puteando a los árbitros”. Pero la vida no siempre respeta las afinidades que forman el fútbol y la poesía y un absurdo malentendido da al traste repentinamente con la relación de Gonzalo y Carla (y por tanto de Gonzalo y Vicente). Sus vidas se separan y, tarde y mal, es León quien intenta ocupar el papel vacante de padre cuando Vicente es ya casi adulto y, aunque León no lo sepa, no se interesa ya por el fútbol sino por la poesía.

Pero por ahí precisamente retomarán años después una suerte de camaradería Gonzalo, el verdadero padre, y Vicente, cabalmente su hijo, en una larga charla sobre poesía en un bar en el que el resto de la concurrencia presta atención a un partido de la Copa Libertadores. Me gusta esta unión de fútbol y poesía justo en el final de la novela porque creo que sintetiza bien la base de la relación entre ambos: el compartir bien el fútbol, bien la poesía. Y quizás por eso, y no por otra razón, sean importantes el deporte y la literatura, sencillamente porque, a veces, unen a las personas.

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