«Palabra de árbol», de Francisco Javier Irazoki

Por Elena Marqués.

Ya he comentado en alguna ocasión que, desde hace un tiempo, mantengo un diario de lecturas en el que apunto, en unas cuantas notas, todo lo que pasa por mis ojos. Y concretamente desde enero de este 2022 vierto mis impresiones en un cuaderno expresamente concebido para ello, que, además de tener hueco para título, nombre de editorial, citas y otros datos más o menos superfluos, reserva unas líneas para que resuma el libro en tres palabras.

Ese último ejercicio siempre me resulta difícil, y en este caso que me ocupa mucho más, pues me enfrento a la obra de un poeta como Francisco Javier Irazoki, cuya trayectoria tanto en el terreno de la palabra como en el cielo de la música es tan extensa que esta humilde reseñista apenas puede decir cuatro cosas sin mucho tino.

Pero si algo puede condensar cómo me siento al cerrar las páginas de esta selección es la palabra «abrumada», aunque también me revelo agradecida, ávida de leerlo de nuevo, de convertirlo en referencia por muchos motivos. No solo por su generosidad verbal, la fuerza lírica en sus textos escritos «en prosa», la acerada conjunción de términos que jamás imaginaríamos juntos (¿no era esa una definición que García Lorca hacía de la poesía?), sino porque, junto a poemas presididos por el dolor, se abre una brecha grata y luminosa tras la que se adivina un hombre sencillo, inteligente y alegre por convicción (léase, para más señas, su «Autorretrato»), muy de agradecer en estos tiempos oscuros.

Me llama la atención, por otra parte, que, a pesar de la extensión de los años que abarca el compendio, un periodo vital y literario de casi cuatro décadas, se percibe en el conjunto una increíble unidad, y eso es debido, creo yo, a la gran madurez que se observa desde las primeras «versificaciones», que es la fórmula adoptada en sus inicios, frente al verbo suelto posterior, de una narratividad rica y libérrima, de metáforas brillantes, increíbles correspondencias (adoro ese «padre sordo que ama la viola y los caballos» tanto como a esa mujer «que posaba para los retratistas y corregía sus errores»), fruto de una mirada pura, noble, pues todo lo que contempla, lo cotidiano, los rostros familiares, incluso paisajes poco fotogénicos, adquieren a través de él un sentido ético y estético, que es, a fin de cuenta, la finalidad del arte.

Palabra de árbol (Hiperión) reúne poemas de nueve libros, publicados entre 1980 y 2019, junto a los más recientes, pertenecientes al entonces inacabado Música incinerada, que, según he leído después, terminó el autor mientras esta antología pasaba por la imprenta.

Es cierto que la naturaleza, en concreto el verdor de su entorno natal, se erige en personaje importante de este libro desde el mismo título, tomado de un poema triste y maravilloso dedicado a su hermano muerto; pero también hay un buen puñado de reflexiones urbanas (léase el subtítulo, en el que, junto a su aldea de origen, figuran las ciudades de Pamplona, Fez, Benarés, París y Nueva York), donde se detiene en ciertos personajes, escritores, músicos, vecinos, borrachos, mendigos… Y, por supuesto, en todo el entorno familiar, pues este compendio, de forma consciente, según reza en nota preliminar del autor, y porque, intuyo, esa es su concepción de la poesía (aunque también…: «esta es / la primera tarea de los poetas y los vendedores de geranios: / vigilar los hombros de los alcohólicos / para saber si el amor ha trepado por ellos»), está atravesado por un deseo de recuperar la memoria de lo vivido, de entregarnos parte de su intimidad.

Por ello no falta el recuerdo a los fallecidos de la familia (el poema con que se abre la selección de Árgoma está dedicado a su hermana Nica); a los tíos emigrados; a la infancia en un seminario de los de antes, «de techos altos y paredes grises» y curas que leían a Marx; a la música, su fiel compañera; a la historia de España (hay alusiones a la realidad de su entorno, a «los años de odios políticos», a los contrabandistas, guardiaciviles, prófugos y emigrados que apenas tenían sitio en la sociedad vasco-navarra); a los escritores que admira (Cervantes, Blas de Otero, César Vallejo…), a los que nombra y a los que no pero se intuyen (veo en «Itinerario» o en «Retrato de un hilo» ecos borgesianos).

Admiro muchas cosas de Irazoki, como esa forma de plantear escenas, plásticas y reales y trascendentes (léase «Arnobio», léase «Diurno»). De contar anécdotas leves que se convierten en un mundo («Ladrón de palabras»). De describir a la gente («Nunca practicaba la pequeñez humana de escucharse sólo a sí mismo», dice del padre), con una ternura y un acierto que ya quisieran los mejores novelistas de la historia. De apreciar lo pequeño en lo que vale (qué gran título el de La miniatura infinita). De humanizar el paisaje (será porque espacio y hombre son uno solo, y así, cuando «anuncian la muerte de una persona que conocí en mi infancia o juventud e, inmediatamente, siento la desaparición de un paisaje»). De celebrar la vida sin más (léase «Elogio de la planicie»), incluso el paso del tiempo, tan «denostado» en la poesía por su carácter imperturbable y severo, ese «polvo del día, la tierra muy seca de los minutos, esa sustancia negra que depositan las horas». Todo lo que toca se convierte en poesía, una poesía verdadera que nace de un ángel fieramente humano como él (perdón por la licencia) que describe con acierto al afirmar que «no es una delicadeza decorativa, sino una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia». Una poesía que quiere que nos deje «un alivio suave», como los versos de Eloy Sánchez Rosillo.

Yo confieso que así me he sentido al terminar este libro. Reconfortada. En paz. Agradecida por reconocer el poder sanador de la palabra, del que tanto se habla como una hermosa teoría, pero que esta vez he podido comprobar en mis carnes, en mis ojos torpes que, sin embargo, no han debido escarbar mucho para encontrar y experimentar el sentido profundo de esta claridad del verbo en llamas.

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