“La palabra del ciervo”, de Fernando Jaén

Por Marina Tapia.

Leer un libro de poesía es apostar por un viaje donde se despierta una sensibilidad dormida, una mirada más exhaustiva, una conciencia de lo que somos. Y, unidos por esa voz poética que nos conduce, nos internamos en la misma realidad en la que vivimos −pero ampliada con otra lente−, en un tiempo transcurrido bajo iguales signos −pero experimentado desde una conciencia nueva−. Leer es ampliar el horizonte de la existencia, reconocer que nuestra reducida observación no nos vale para comprender el mundo que habitamos. El pensamiento se forma al mirarnos en el espejo de los demás, gracias a los juegos de luz del prisma de otros letraheridos, que nos delinean con más precisión.

La palabra del ciervo (2021) ha mantenido atenta y conmovida mi escucha. Fernando Jaén Águila me ha transportado a esas salas blancas de hospital en las que todos −en algún momento− nos ha tocado transitar. El ambiente en el que nos envuelve el poeta es el de las conversaciones en voz baja, el de las palabras yuxtapuestas a una emoción intensa, el de los gestos que encierran un silencio sin esquinas, el de los monólogos interiores donde se alterna lo racional con lo visceral, y el de las confesiones cabales y pausadas. Caminamos entre versos empapados por una fuerte tensión interna, que saben que es imposible reflejar el dolor en toda su dimensión y optan por pintárnoslo desde lo que se ha vivenciado bajo la luz de la cotidianidad y totalmente desprovisto de cualquier dramatismo. Cuando la poesía parte desde una base real, desde algo experimentado con todo el ser, el lector siente esta fuerza escondida (quizá por la plasticidad de las imágenes descritas, tal vez porque las palabras son más precisas que si nacen solo desde un discurso intelectual). El arte si bebe de lo vivo logra conmover, ya que habla con un lenguaje que todos reconocemos como cierto.

Fernando va abriendo puertas con suavidad para que nos sentemos en esa silla de espera y reflexionemos acerca de la muerte, el fracaso, la adversidad, la vocación, la ternura, las elecciones, los instantes de dicha… Pone nuestro foco de atención en las sombras humanas que resguarda la cortina de los que sufren −que somos todos−, pero también en las luces de la mirada del que vela atento, del que cuida y ama. Ciervo, frío y deshielo: tres excelentes imágenes que sirven de metáfora para aglutinar ese conjunto de sensaciones que despierta el enfrentamiento con el trance de la enfermedad y, en especial, con una pandemia inesperada y desconcertante. Tres ideas que vertebran la estructura de su libro.

Bellamente editado por Sonámbulos ediciones, el libro cuenta además con dos introitos interesantísimos (uno del escritor Basilio Sánchez y otro del propio autor) que complementan el trabajo poético al proporcionarnos más información acerca de las referencias literarias, la relación de la medicina con la poesía y el contexto en el que se forjó este poemario.

Un libro intenso, casi místico y a su vez social, con ecos de la poesía de Francisca Aguirre y de la Juana Castro de Los cuerpos oscuros o Gabriel Celaya, entre otros.

Os invito a quedaros con ese sabor dulce-amargo en el paladar que nos regala versos como: “con la sorda dureza de la vida / en el relieve de tus manos”; “entendí entonces / que consolabas al mundo entero / desde aquel teléfono”; “del dolor no se regresa / con el alma transparente / aunque pueda brillar más, / como el metal pulido a golpes”; “soy el humo que olvida las raíces del fuego”; o “la piedad no es el peor de los dones”.

Fernando, provisto con el alambique de su quehacer creativo, destila en este cuidado trabajo el tiempo de la plaga que asola el planeta, nos acompaña en las pérdidas, escoge los adjetivos precisos para decir lo que no supimos matizar, nos sana con su voz cercana, y nos regala uno de los bienes que procura la poesía: sentir que, ante lo inexplicable, la música y la hondura de los versos sí pueden curarnos, o siquiera mecernos con la voz maternal de la lengua.

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