La historia más bella jamás contada

 

José Luis Trullo.- Como nos informa Enrique García-Máiquez en su prólogo, útil y preciso pero no por ello menos conmovedor, esta Vida de Jesucristo no fue publicada hasta el fallecimiento del último de los hijos de su autor, por expreso deseo de este. Aunque dicha voluntad se puede atribuir a distintos motivos, todos plausibles (el deseo de que no perdiese demasiado pronto su naturaleza íntima y familiar, la determinación de que la obra se mantuviera a distancia del resto de su producción), cualquiera de ellos nos habla de la especial vinculación de Dickens con esta historia, probablemente la más bella jamás contada porque relata la vida del Hijo de Dios durante su periplo en la tierra.

Este hecho, el de que se trata de una glosa más o menos ortodoxa (con eventuales licencias narrativas, como también nos alerta el prologuista) de una crónica mil veces revisitada, no debe hacernos olvidar que fue concebida para la lectura personalizada de un padre a sus hijos, con esa dimensión estrictamente “tradicional” -tradición es transmisión- del saber que se impregna de verdad encarnada, de testimonio vivido, frente a la cultura meramente libresca, puro signo henchido de abstracciones un tanto fantasmagóricas. No es difícil imaginar al bueno de Dickens al lado del fuego, sentado en un victoriano sillón orejero, con sus vástagos sentados alrededor sobre la alfombra, escuchando embelesados las gestas del mayor superhéroe de la historia: el que nos enseñó el inmenso poder del amor, del perdón y de la caridad, frente al de la fuerza, el odio y la venganza.

La narración se desenvuelve de manera plácida y afable, con esa maravillosa transparencia que impregna la sucesión de escenas domésticas y otras tumultuarias que acompañaron a Nuestro Señor durante esos tres años que valen por toda una eternidad. Y siempre subyuga, y siempre enamora como si fuera la primera vez esta conmemoración de una vida auténticamente ejemplar; tanto, que vale como pauta para cualquier de nosotros: no en vano, si Dios se hizo carne, si acudió el superlativo Yahvé de los profetas al rescate de la humanidad caída, fue para brindarnos un patrón de conducta que tendiera de nuevo el camino de regreso hacia el Padre. En efecto, mientras que Adán personificaba el peor de los errores (el de la transgresión por negligencia), el cual nos valió la pérdida de la plenitud edénica, Jesucristo encarna en su propia persona el modo en que podemos recobrarla, si la imitamos con el corazón devoto y el espíritu purificado. Lógicamente, solo somos hombres, es decir criaturas, y no está a nuestro alcance el obrar milagros, pero sí el emular al Salvador dando nuestra vida (a veces, literalmente) por nuestros hermanos; y es que, no lo olvidemos, hemos venido a servir, no a ser servidos, y ese es el auténtico camino de perfección: el sacrificio del egoísmo propio en aras del amor. ¡Qué mensaje tan insólito y revolucionario! No es extraño que haya caído en un relativo olvido, en un mundo que nos atrinchera en nuestros propios gustos, identidades e intereses.

El editor ha tenido el acierto de incrustar en el volumen unas ilustraciones (lástima que se omita su autoría) que emparientan este libro con una amplia saga de antecedentes, unos más populares y otros menos. El hecho de que la traducción que ahora se reedita fuese publicada por primera vez hace ya casi un siglo no le resta ni un ápice de valor ni interés a la propuesta, al revés: me provoca una especial ternura el que, “en pleno siglo XXI”, una editorial estime pertinente devolverle la vida a una versión del siglo XX de un libro escrito en el siglo XIX. Una bonita refutación del valor de la novedad, a contrapelo de los tiempos que corren.

 

 

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