JESÚS CÁRDENAS.
Alguien busca su pasado para hallar sentido a su vida, como si en el pretérito, en la raíz, en el kilómetro cero hubiesen realmente sucedido las cosas, y el resto fuese tan solo un sucedáneo. El material del que está hecho La casa (Editorial Extravertida, 2022), la última novela de Elena Marqués, explora en el asunto de la memoria, conformado por elementos más imaginarios que reales; hilado por rasgos tan tiernos como duros.
Tras Año sabático (Arma Poética, 2018), El juego de la invención (Arma Poética, 2018), Elena Marqués, creadora de poemas y relatos desde 2010, además de reseñas literarias en diferentes medios (Estado Crítico, CaoCultura, Culturamas…), planifica en La casa un encuentro de tres personajes femeninos, aunque es otro quien organiza el material para construir la novela. Como a todo edificio le ocurre, la novela tiene un historial que va desde la ilusión a la fragilidad, siguiendo un camino, acaso como quienes habitamos nuestra viviendo, que va desde el realce, pasando por la belleza, hasta llegar a las grietas y a la propia ruina. Ahí cobra sentido la estructura del libro: «El proyecto, «Los planos», «El arquitecto», «Los cimientos»… Ese es uno de los aciertos de su escritura: el grado de logro en la disposición de todas las piezas narrativas.
Come en anteriores ocasiones, la escritora sevillana crea un espacio inexistente donde se desarrollan los acontecimientos, la aldea de Bárgina, con gran parecido a los pueblos cántabros, esos apartados que salen de la bruma de los valles. Es en ese espacio donde contrasta la dureza del medio con la realidad; un dilema, de una parte, tan quijotesco como cernudiano, y de otro, tan cierto como nuestro.
La casa tiene un argumento que los lectores terminan encajando de manera sencilla. Convocadas por una de las protagonistas, Carmen, que vive cerca de Bárgina, dos hermanas, Elena y Luisa, vuelven para ocupar la ruinosa casa familiar, que toman como herencia. Cada una de ellas se adaptará de una manera diferente; de cada una de ellas conocemos su pasado, su relación con la familia, a través de sus propias voces, que no se diferencian demasiado porque están luego tamizadas por el narrador-arquitecto.
En esta novela de Elena Marqués el lector hallará cantos de la mejor novela americana y latinoamericana. Cortázar, Rulfo, Carpentier, Borges o García Márquez pueden hallarse entre sus filones. A propósito, no le falta razón al prologuista de esta novela, Andrés Ortiz Tafur, al calificar La casa de «una historia de historias».
En la trayectoria narrativa supone un hito más en su buen hacer. Las páginas de la novela no se nos caen sino que guarda muy bien los pesos de la intriga, de ahí que la tensión puesta en boca de sus protagonistas se urda perfectamente hasta el final. Asimismo, en cuanto al estilo se refiere, La casa tiene un estilo algo más brumoso y oscuro que las anteriores novelas de la escritora sevillana. Podría decirse que contiene un lirismo lorquiano y griego que flota en su atmósfera. Al fin y al cabo, la casa, la verdadera protagonista, siente rechazo hacia sus nuevas habitantes, está ocupada por el fantasma de la abuela y por las aguas sobre las que se asienta, muestra de la inestabilidad sobre la que se construyen sus vidas.
Como sabemos, Elena Marqués trabaja como correctora de textos, y en sus escritos no descuida ni pasa por alto los rasgos del lenguaje. Y sobre todo, destaca en el uso de un léxico rico y variado. Este uso formal del lenguaje conjuga de maravilla con la reflexión metalingüística con la que un lector interesado termina haciéndose: ¿por qué la selección de unas palabras en lugar de otras?, ¿a qué se debe este caudal léxico? La fiesta léxica continúa en el uso connotativo de las palabras, simbólico en algunos casos. Entonces al lector no le cabrá duda de que todo se alía en función de la imaginación y de la belleza en manos de su autora.
Para terminar, solo queda recomendar el disfrute de la lectura de esta obra literaria que es La casa, reproduciendo el último párrafo del primer capítulo: «Así que ahora, cuando parecía que las cosas estaban como debían de estar, me enfrentaba a una decisión imprevista, pero quizás, también, inevitable. Y, aunque nada había tenido que ver el azar en aquel dilema, prefería achacarlo a él por eso de la justicia poética y por una extemporánea rebeldía que me atacaba y que yo dejaba me poseyera como un mal virus o un buen amante, entregándome y sin pensar demasiado en las consecuencias que cada acto conlleva. Sin atender a la segura oscuridad de lo venidero».

