Matriarcado, año I. Apuntes sobre el aborto

 

En la antigua Roma, el pater disponía de unos días antes de decidir si aceptaba al recién nacido en el seno de la familia; de no hacerlo, el bebé era «expuesto», abandonado, entregado a quien quisiera disponer de él prácticamente para lo que desease. En la España del siglo XXI, constitucionalmente la embarazada ya tiene 12 semanas para resolver si el niño que lleva en sus entrañas va a vivir o morir. Ha nacido el matriarcado posmoderno.

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Según la Wikipedia, «en biología, se denomina cigoto​ a la célula resultante de la unión del gameto masculino (espermatozoide o anterozoide) con el gameto femenino (óvulo) en la reproducción sexual de los organismos (animales, plantas, hongos y algunos eucariotas unicelulares). La fusión de los gametos va seguida de la fusión de los núcleos, con lo cual resulta que el núcleo del cigoto posee dos juegos completos de determinantes genéticos (cromosomas), cada uno de ellos procedente del núcleo de un gameto». De ninguna manera el embrión humano es «una parte del cuerpo de madre», como lo sería un tumor, de modo que pueda decidir sobre él soberanamente. En el peor de los casos, solo estaría legitimada para hacerlo sobre el 50%. El otro 50% es propiedad privada del padre…

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Imaginemos que dos personas deciden libremente adquirir a medias un vehículo, y aparcarlo en el garaje de una de ellas. Un día, esta comunica a la primera que ha decidido vender el coche, o pegarle fuego,  porque el garaje es suyo y así se le ha antojado. Solo un cínico o un demente lo aceptaría sin rechistar, u osaría llamarlo derecho.

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En la España del siglo XXI, una mujer soltera (¡incluso virgen!) puede acudir al Estado y exigirle que la insemine para engendrar a una nueva criatura sin concurso de varón. En unos años, en nuestro país ya no será ninguna fantasmagoría teológica hablar de la Inmaculada Concepción.

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Hay quien considera moralmente aberrante vender al recién nacido (y lo es)  pero no tendría ningún remilgo en matarlo en el vientre de su madre (y también lo es). En cualquiera de los casos, una persona goza de todos sus derechos desde el primer minuto de su vida, y respecto a ella los demás tenemos todas las obligaciones de protegerla y contribuir a su desarrollo, antes y después del parto.

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Pronunciarse contra el aborto es un deber moral; también lo es exigir que, una vez nacida, una persona pueda ser tratada de acuerdo con su dignidad, y reciba cuidados colectivos en forma de prestaciones económicas y servicios asistenciales adecuados para ella y sus progenitores. Sin la segunda parte, la primera queda huérfana.

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Que una sociedad pueda negarle el carácter humano a un niño en el vientre de su madre, mientras satura de atributos antrópicos a las mascotas, dice mucho de ella. Incluso lo dice todo.

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Que una práctica sea legal no significa que resulte moralmente admisible. De ser así, nadie podría tildar de bárbaro el llamado derecho de pernada, la esclavitud, la pena de muerte o la explotación laboral, siempre que cuente con la pertinente cobertura normativa. De hecho, a lo largo de la historia las mayores atrocidades se han perpetrado bajo el amparo de principios formalmente impecables, pero humanamente repulsivos.

 

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