Un libro extraño

Ricardo Álamo.- Siempre que empiezo a leer un libro tengo la precaución (o la imprudencia) de no dejarme llevar por ningún prejuicio sobre el autor, sobre la editorial en que se publica, sobre el número de páginas que tiene o sobre el género al que pertenece. Para no desanimarme antes de tiempo, siempre que empiezo a leer un libro me digo lo que decía Plinio, a saber, que no hay libro malo que no tenga algo bueno. De esa manera me autoestimulo y leo con más entusiasmo que escepticismo cualquier libro del que en principio carezco de referencias, salvo las precisas y consabidas sobre su género, número de páginas, etcétera, etcétera. También me suelo acordar, antes de iniciar la lectura, de aquello que decía el novelista, ensayista y crítico literario Antonio Orejudo cuando reparaba en que no hay más verdad en un libro de quinientas páginas que en uno de cincuenta, por la sencilla razón de que lo genuino de una obra no viene nunca determinado por la cantidad de palabras que contiene, sino por la forma en que estén dichas y por lo que materialmente dicen, más allá de que lo dicho sea corto, mediano o largo.

Todo este preámbulo viene a cuento de que hasta caer en mis manos este libro de aforismos de Carlos G. Munté, yo no conocía absolutamente nada de él. Ni sabía que es aforista y poeta, barcelonés nacido en 1989, redactor publicitario y graduado en Dirección y Guion cinematográfico, ni tampoco que ya había publicado antes tres libros más, Las copas que no bebí (2018), Sniffin’ Blue (2021) y Esplendores mínimos (2022). Pero ahora que ya conozco todos estos datos, lo que más poderosamente me llama la atención es la juventud y precocidad de este autor, dado que no muchos escritores pueden alardear de haber escrito y publicado cuatro libros con tan solo 34 años. El ladrón de serotonina es, pues, su cuarto libro. Un libro, todo hay que decirlo, minúsculo. Únicamente tiene 80 páginas, que en realidad son 67, si descontamos las páginas de respeto y las que llevan paratextos en forma de título, dedicatoria, cita y un breve proemio en el que se explica que este libro es «extraño» y «algo despistado [sic] y lacónico, con ínfulas de poemario y al mismo tiempo [sic] síndrome de libro de aforismos» que «se terminó de escribir a finales del 2018 [y] ahora, casi cuatro años más tarde, ve la luz en un mundo muy dispar al de la época en la que se escribió». Bueno. Entremos en materia: uno lee las 80 páginas del libro (en realidad 67) y no entiende a qué se refiere el autor cuando afirma que su libro es «extraño». ¿Extraño por ser breve o lacónico? ¿Extraño por ser un libro de aforismos,  aunque con ínfulas de poemario? ¿Extraño porque la realidad o el mundo ya no son los mismos que cuando se escribió hace cuatro años? No veo por ningún lado las razones de esa extrañeza, pues es obvio que en el transcurso del tiempo el mundo cambia (Πάντα ῥεῖ, que decía Heráclito), y subrayar esa obviedad no tiene sentido, a no ser que los parámetros literarios en los que se mueve el autor ya no sean los mismos que los que le impulsaron a escribir el libro o a que ya no se reconozca en él, cosa que de ser así debería haber aclarado en una nota un poco más extensa o minuciosa. Tampoco se entiende muy bien qué quiere decir cuando afirma con prosa chirriante que su libro es «algo despistado», ¿despistado respecto a qué? O mejor, ¿los libros se despistan? Si quisiéramos ser un poco condescendientes con esa incongruente expresión, podríamos pensar que quizá apunta a que el libro no tiene unidad de contenido o a que en él se mezclan diferentes géneros literarios, pero hasta donde yo sé eso no tiene por qué «despistar» al lector, pues no son pocos los libros en los que la fusión de géneros es un lugar común. Por otro lado, lo de que el libro sea «lacónico» va de suyo, pues se trata de un libro de aforismos, no de una novela o de un ensayo donde haya que explayarse contando pormenorizadamente una historia o desarrollando una tesis. Ahora bien, sin ser para mí chocante que el libro sea lacónico (sólo contiene cincuenta y ocho aforismos, más nueve breves poemas), pudiera parecerlo a quienes consideren que un aforismo por página es un derroche y que se podrían haber condensado en muchísimas menos páginas. Pero, a mi modo de ver, esa espaciación no es ni mucho menos una rémora para el libro, ya que, al igual que suele ocurrir en los libros de poemas, reservar una página para cada aforismo hace que estos respiren mejor y que vuelen con más holgura sobre el blanco cielo del papel, sin atropellos ni interferencias de otros aforismos ubicados en la misma página.

En cuanto a lo que Carlos G. Munté dice por boca de sus aforismos, cabría hacer varias observaciones. En primer lugar, salta a la vista su propensión a mostrar una suerte de desabrida y amarga desafección por la realidad, no reñida, además, con cierta misantropía que se sustancia en aforismos descarnados como estos: «Exijo la custodia compartida de todo este llanto desconsolado, nostalgia febril y rabia contenida», «Os quiero, pero la vida es muy puta y a mí ya no me queda dinero» o «Hubo un tiempo en el que, postrado ante la lentificación de mis tiempos y el tiempo, me dediqué únicamente a absorber la realidad. Ahora escribo para poder vomitarla». Pero donde más se nota ese descarnamiento y sobre todo su hosquedad hacia el mundo es en algunos de sus poemas, como por ejemplo el que lleva por título “Mi arma secreta”: Soy de esos / que no moslestan / a nadie / pero / que odian / a todo el mundo. // soy de esos / de: yo / contra  todos, // pero contigo.

Otra de las cosas que no pasan desapercibidas en el libro es lo mucho que bebe —y nunca mejor dicho— de las fuentes literarias de cierto trasnochado malditismo bukowskiano que tiene a la noche y a la bebida como compañeros inseparables, lo que da lugar a la figuración de un hombre estragado por el alcoholismo: «Somos lo que bebemos», «Que no se fíe uno ni de su sombra suelen decir, pero a quién le quita el sueño su sombra si uno es hijo de la noche y en la noche habita», «Primero bebe, que luego ya encontraremos el motivo», «El alcohol y yo somos uno. Sé que con una simple operación matemática mis problemas desaparecerían, pero me aterra que al restar, sea yo quien se quede fuera de la ecuación», «Batirse en duelo con la tentación y dejarse ganar; todas las noches».

No sabría yo decir, en fin, cuánto hay o no de pose literaria existencialista en este joven autor catalán, a quien, si no fuera por todas estas salvedades que acabo de referir, habría que valorarle ciertos aciertos aforísticos no exentos de originalidad e ingenio, como cuando por ejemplo escribe que «Si viajar cura el nacionalismo, el viaje interior debería curar el narcisismo», «Escribir siempre desde la breve(r)dad, la mía al menos», o por poner un ejemplo más «Cómo quieren que no muera de estrés si uno nace ya con lecturas pendientes». Sin duda, es en aforismos como estos, sin apegos a formas literarias un tanto manidas, cuando más y mejor aflora su propia voz, su voz más personal y genuina. Sólo el tiempo dirá si la deja volar más o no.

Carlos G. Munté, El ladrón de serotonina. Ediciones Trea, Gijón, 2022.

 

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