Almas en pena de Inisherin (2022), de Martin McDonagh – Crítica

Por Rubén Téllez.

AMISTADES AL LÍMITE EN INISHERIN; o la futilidad de la existencia según Martin McDonagh

Como una enorme hoguera de oscuridad, vértigo y tedio que, en un desesperado intento de huir del vacío que la acecha, convierte en ceniza cada brizna de vida que alcanza, aumentando, además, de tamaño cada vez que una gota de agua roza su superficie con la intención de aliviarla, así se podría definir a los protagonistas de Almas en pena de Inisherin, cinta con la que Colin Farrell y Martin McDonagh obtuvieron, respectivamente, los premios a mejor actor y guion en la pasada edición del Festival de Venecia.

Padraic (Farrell) y Colm (Brendan Gleeson) son viejos amigos que comparten la afición por las tardes con sabor a pinta irlandesa, por las conversaciones de bar con olor a sueños frustrados y horizontes inalcanzables, por las horas tatuadas en los brazos de la fraternidad. Así, el día que Colm, intelectual con inquietudes metafísicas, deje de hablar con Padraic por considerarle aburrido y mundano, el ambiente de aparente paz que imperaba en Inisherin se verá gravemente afectado.

“Todavía / hay quien cuenta conmigo. Amigos míos, / o mejor: compañeros, necesitan, / quieren lo mismo que yo quiero / y me quieren a mí también, igual / que yo me quiero”, escribió Jaime Gil de Biedma. Estos versos condensan con precisión de reloj suizo justo el opuesto de lo que muestra McDonagh en su película. Y es que Almas en pena de Inisherin se sustenta precisamente ahí, en los contrastes que surgen cuando se enfrenta un concepto con su antónimo.

La idea no es hacer una refutación de la amistad, sino crear un potente oxímoron que sea capaz de ofrecer un ángulo distinto desde el que observar la existencia humana en general y todo aquello que le da sentido, todas aquellas actividades que adquieren el carácter duro de la mentira convertida en verdad a base de repetición por necesidad, en particular. Los libros con finales alegres que no provocan en sus lectores más tristeza de la que ya padecen, el férreo cumplimiento de una rutina convertida en liturgia, las erráticas charlas con mujeres que ocultan una profunda necesidad de afecto o la esperanza de que una canción le dé a su creador el billete hacia la eternidad son, a fin de cuentas, las añagazas con forma de luz que ayudan a los personajes a sobrellevar unas existencias golpeadas por el estatismo.

La amistad se presenta así como la columna vertebral tanto del relato como de sus protagonistas; es la única certeza con capacidad para ejercer de brújula, pero, al mismo tiempo, proyecta una sombra de, según como se mire, irrelevancia, por su carácter efímero, o necesidad, por la diversión que proporciona. Plantea McDonagh una cuestión sobre el amor o la imposibilidad de demostrarlo tan mordaz como difícil de resolver, al mismo tiempo que nutre a la totalidad de sus personajes de argumentos que justifiquen sus extrañas decisiones. Todo ello sostenido por un fondo y unos diálogos inspirados en la literatura de Samuel Becket —esa que el cineasta irlandés tanto admira— que además de incitar a la carcajada por su vestimenta absurdista, desprenden una ternura tan humana que emociona.

El director opta por una puesta en escena clásica que, sustentada sobre un montaje invisible, prioriza las sobresalientes actuaciones tanto de los protagonistas como de los secundarios, y consigue, en el proceso, un equilibrio perfecto entre ese humor negro tan cerca del alarido marca de la casa y ese drama tan cerca de la tragedia también marca de la casa. El resultado es una película cuyo soberbio guion, unido a la sencillez del director a la hora de plasmarlo en imágenes, da pie al lucimiento de unos actores que ofrecen las mejores interpretaciones de su carrera.

“Así que apenas puedo recordar / qué fue de varios años de mi vida, / o adónde iba cuando desperté / y no me encontré solo”. Estos versos, que cierran en poema De ahora en adelante de Gil de Biedma, bien podrían salir de la boca de esas hogueras de oscuridad, vértigo y tedio que, en su desesperado intento de huir del vacío, convierten en ceniza cada brizna de vida que tocan.

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