Los Fabelman (2022), de Steven Spielberg – Crítica

Por Jordi Campeny.

Parece que los grandes directores tienen la necesidad de echar la vista atrás hacia el jardín de su infancia cuando llegan al ocaso de sus carreras. Para hallar en él, quizás, rastros de quienes son a día de hoy y, muy a menudo, poder situar el punto exacto en el que se desató el fuego de su pasión por el cine. Cruzan cine y vida para constatar, una vez más, que son la misma cosa.

Fue la mano de Dios (Paolo Sorrentino), Dolor y gloria (Pedro Almodóvar), Belfast (Kenneth Branagh), Apolo 10 ½ (Richard Linklater) o Armageddon Time (James Gray) son sólo algunos ejemplos de este viaje hacia adentro y atrás en el tiempo, a los que se suma Steven Spielberg con la excepcional Los Fabelman, su trabajo más íntimo y confesional; una hermosa carta de amor al oficio de rodar películas y a la familia de uno de los grandes maestros del cine contemporáneo.

Hablar de Spielberg es hablar de un tótem; bucear en su filmografía es atravesar, de cabo a rabo, los últimos cincuenta años de la historia del cine. Tiburón (1975), Encuentros en la tercera fase (1977), Indiana Jones en busca del arca perdida (1981), E.T. (1982), El imperio del sol (1987), Jurassic Park (1993), La lista de Schindler (1993), Salvar al soldado Ryan (1998), A.I. Inteligencia Artificial (2001), Munich (2005), War Horse (2011), Lincoln (2012), Los archivos del Pentágono (2017), West Side Story (2021). Y un larguísimo etcétera. Nadie como él ha conseguido hacer soñar ni emocionar de una forma tan netamente genuina a distintas generaciones de espectadores. Tiene una nutrida legión de detractores que le afean su afán excesivamente comercial o un estilo a menudo naíf, edulcorado o relamido. Allá ellos. Hay muy pocos creadores capaces de rozar la plenitud expresiva y el virtuosismo que ha logrado Spielberg a lo largo de los años.

En esta ocasión, Spielberg ha puesto todo su oficio y alquimia al servicio de una historia pequeña de aroma testamentario: la de su familia. Dedicada a sus padres Leah y Arnold, la película traza el recorrido vital del joven Sam (Steven), quien descubre su fascinación por el cine una noche de invierno frente a una pantalla junto a su padre y a su madre. Tan anodino y tan excepcional como esto. El joven Sam va creciendo y alimentando su amor por las películas; empieza a rodar films amateurs, asiste al resquebrajamiento de su nido familiar, despierta al amor, se entrega a la magia del celuloide. La película es un sentido homenaje al cine, a los actores, a John Ford, al trabajo de los directores y a la capacidad que tienen las películas de hacernos cambiar la percepción que tenemos de nosotros mismos. Y es también, quizás por encima de todo, un hermosísimo y arrebatado gesto de amor y agradecimiento a la figura de su madre.

Steven Spielberg logra, con este trabajo, un alto grado de implicación emocional con el espectador. Entre sus dos horas y media de metraje, estallan momentos de apabullante virtuosismo y encanto que son puro golpe de genio, como el descubrimiento de la grieta familiar en unas cintas caseras de celuloide. Nunca la mezcla indisoluble de cine y vida había cobrado tanto sentido.

Lejos de hallarnos ante un ejercicio pomposo de egocentrismo, la película, a pesar de no ser perfecta ni redonda, se distingue por su desarmante honestidad y su inquebrantable afán por encontrar verdad y belleza. Y nos acaba inundando la emoción por esta pantalla siempre llena de cine y de amor por el cine; por la nostalgia de una manera de rodar y entender el oficio que, poco a poco, va desapareciendo. Por este niño que va haciéndose mayor, va perdiendo su refugio y encontrando, a su vez, otro: el de la luz de su linterna mágica.

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