La perdida dignidad del librero de viejo


José Luis Trullo.- Llevo comprando libros usados toda mi vida. Desde que, con 16 años, prendió en mí la llama bibliófila, no he dejado de acudir al mercado de ocasión buscando aquellos títulos que no se despachaban en las mesas de novedades (mis gustos son un poco peculiares, eso es verdad). Recuerdo perfectamente cómo, aún adolescente, me dirigía todas las tardes a encontrarme con mi novia, desde la barcelonesa estación de metro de Jaume I hasta la Escuela de Idiomas en las Atazaranas, y por el camino iba parándome en esos pequeños antros polvorientos donde me proveía de tomos a un precio para mí asequible, un par de euros al cambio actual.

Bien por economía (soy un tacaño vocacional), bien por vocación (y un romántico empedernido), nunca he cesado de dejarme los dineros en las librerías de lance, mercadillos y demás sumideros de papel viejo, en busca de joyas que la desatención había acabado por arrojar al arroyo. Así es como di con un ejemplar de los Aforismos del solitario, de José Camón Aznar, que rescaté hace un par de años en una ajada edición de Austral por un eurillo, y el cual pude reeditar en Libros del Innombrable gracias a dicha pesca.

La consolidación en los últimos años de los zocos virtuales ha acabado, de manera natural, absorbiendo toda mi atención, cada vez más extravagante y especializada. Gracias a ellos he podido obtener copias de obras que necesitaba para mis investigaciones, tanto en España (Wallapop, Iberlibro, TodoColeccion) como en el extranjero (BetterWorldBooks, Abebooks). En no pocas ocasiones, me he tenido que conformar con ejemplares manoseados, intonsos, con óxido, olor a moho o a tabaco… pero con conocimiento de causa, pues el vendedor lo especificaba en la descripción del producto. Era eso, o nada.  Al final, no soy un coleccionista de objetos antiguos, sino un humanista que encuentra en los libros alimento intelectual y espiritual, no material.

Esto está cambiando a gran velocidad en los últimos tiempos. Por motivos que desconozco, se diría que los libreros de lance se han propuesto sabotear nuestras compras con praxis cuanto menos dudosas. Como he dicho, adquiero libros usados con una frecuencia que ronda la compulsión (los bibliófilos somos los únicos enfermos que podemos presumir de nuestro síndrome de Diógenes sin que se nos mire con desprecio), y hablo con pleno conocimiento de causa. No exagero si denuncio que ya hay, en España, auténticos filibusteros del papel impreso. Bajo el pabellón de un oficio antaño digno, ponen en correos ejemplares que no han revisado previamente, de modo que me llegan con no poca frecuencia libros profusamente subrayados, sin que se me hubiera advertido acerca de dicho problema. Han incurrido en esta negligencia grave (¿tanto cuesta, antes de desprenderse de un libro… abrirlo para echarle un último vistazo?) establecimientos como Maldonado, de Salamanca; La Palabrería, de Córdoba; Mautalos, de Madrid, y El Pergamí Vell, de Sant Celoni. Para colmo, la «política» de dichos comercios pasa por que sea el propio comprador quien se rasque el bolsillo para devolverles la mercancía averiada, con lo cual el chasco monumental, encima, ha acabado costándome dinero. Capítulo aparte es la pésima atención al cliente; es la que recibí, no hace mucho, por parte de Librería Cinegia, de Zaragoza, la cual alcanzó tal intensidad que mereció mi queja formal en las valoraciones públicas que los usuarios podemos hacer gracias a Google. (¿Qué sería de nuestros pisoteados derechos si nos dejasen sin el de la pataleta?).

Pero lo que ya ha hecho saltar todas las alarmas, ya no solo como cliente, sino como ciudadano, es el atropello que hoy mismo he tenido que sufrir por parte de Coleccionismo Cádiz, una tienda virtual que vende todo tipo de chismes en la red. Tras pulsar el botón de compra de los Ensayos de Bacon, insto al vendedor a que me haga llegar el importe total de mi compra. Para mi sorpresa, el coste del envío que pretende cargar triplica (!) el del propio producto, y ni siquiera coincide con la tarifa que anuncian antes de formalizarla. Les insto a anular la operación pero, no contentos con haberme embaucado, me valoran negativamente aduciendo que «no pago» (!) y me bloquean como comprador, de manera que no puedo retribuirles con la misma moneda.

Estas conductas, inimaginables hace unos años, dan muestra del rápido deterioro que está experimentando la otrora digna profesión del librero de viejo, en manos actualmente de todo tipo de advenedizos sin un ápice de educación, de honestidad o del más mínimo sentido de la vergüenza.

P.S. Librería Tobal tiene el dudoso honor de añadirse a esta lista de establecimientos infamantes, tras negarse a contestar mi reclamación de que fue enviado un libro cuya descripción no coincidía con el contenido. Un auténtico abuso y una falta de respeto hacia los lectores que no debería tolerarse en una sociedad civilizada.

 

 

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