Primor de la agudeza

 

Ricardo Álamo.- Por extremado que pueda parecer, la mayoría de los libros de aforismos, y me atrevería a decir que también los poemarios —da igual si libros breves o largos—, poseen una condición singular que muy difícilmente se podría aplicar al resto de libros pertenecientes a otros géneros literarios, a saber: que, en esencia, son puras antologías. Me explico: no creo que, en general, un aforista (o un poeta) decida de antemano qué número de aforismos (o de poemas) va a escribir. Ni siquiera creo que, con previsora anticipación, explore mentalmente los temas, las ideas o las cuestiones sobre las que piensa volcar sus reflexiones, procediendo así a delimitar con anterioridad a su escritura cuál va a ser la estructura final de su libro. Tengo para mí que una parte considerable de los aforistas (y poetas) escriben a salto de mata, según vayan acudiendo a sus meninges intuiciones, presentimientos e ideas más o menos acabadas sobre lo que quieren expresar, como si sufrieran la abrasadora descarga de un rayo que encendiera súbitamente la espita de su genio o de su ingenio. Lo que quiero decir con esto es que muchos libros de aforismos, a diferencia de las novelas o de los ensayos, se escriben a medida que lentamente se van acoplando materiales diversos. Por usar una metáfora, se diría que el escritor de aforismos (o de poemas) es algo así como un constructor de mosaicos, alguien que, tesela a tesela, va componiendo un paño (un texto) que únicamente tendrá pleno sentido una vez que esté terminado y se pueda contemplar tanto en detalle como en conjunto. Ni que decir tiene que, antes de dar por acabado su libro, el escritor de aforismos —que seguro que habrá generado un cuantioso número de ellos— se habrá entregado a una laboriosa tarea de autocensura y enmienda, o sea, a un severo trabajo de corrección y selección, eliminando aquellos aforismos que considere que no deben ir en su libro por las razones que sea. Por eso no me resisto a pensar que, a excepción de un número limitado de casos, la inmensa mayoría de los libros de aforismos que se escriben, en puridad, no son más que libros de antología (lo cual, claro está, no tiene que llevarnos a pensar que sean antológicos). Dicho esto, no está demás reseñar que, de un tiempo cercano a esta parte, se han editado algunos libros de aforismos que huyen del habitual modelo misceláneo y se estructuran en torno a una misma patrón temático, como por ejemplo Tempo di silencios o Los sueños de las sombras, de Fernando Menéndez, El aburrimiento no está hecho para gente con prisas, de Rosendo Cid, El olor del espacio, de Sihara Nuño, Remiúrgica, de Juan Manuel Uría y José Luis Trullo o Meandros. En torno a Heráclito, de José Luis Trullo y Ander Mayora.

El nuevo libro de Manuel Neila (Hervás, Cáceres, 1950), La vida entre líneas, responde sin embargo al modelo misceláneo tipo antología. En él se recoge una amplia muestra de aforismos extraídos de libros anteriores suyos, como Pensamientos de intemperie (2012), Pensamientos desmandados (2015) y Pensamientos del malestar (2018) y Palabras en curso (2020), aunque también incorpora una parte hasta ahora inédita, Palabras situadas y Palabras al vuelo. Neila ha dividido su libro en dos secciones, «El pensamiento errante» y «La vida por dentro». En la primera incluye una selección de los tres primeros libros y en la segunda una de los otros tres. Pero a quien haya seguido su trayectoria aforística no se le escapará que de los cerca de quinientos aforismos recogidos en esta antología casi la mitad ya fueron publicados en una antología anterior y no muy lejana en el tiempo, Discordancias (Libros al Albur, 2019), de modo que esta nueva antología no podría entenderse justamente sin tener en cuenta aquella otra. En Discordancias (título que, por cierto, bebe del pensamiento de Heráclito: «Lo contrapuesto llega a concordar, y de las discordancias surge la más bella armonía»), ya se ponía de manifiesto cuáles son los decires y sentires más acusados en el pensamiento de Neila. Sin ir más lejos: su cruzada contra la estupidez y las imposturas de todo tipo (políticas,  económicas, literarias, etc.), su nostalgia del ethos trágico del poeta, su crítica a la cultura del espectáculo, su humor desengañado, su filiación filosófica con autores como el mencionado Heráclito, Aristóteles o Nietzsche, su poca condescendencia con este mundo mediocre o su oído moral para la ética y la metafísica, pues, según él, de la misma manera que se tiene o no se tiene oído para la música, se tiene o no se tiene oído para esas dos dimensiones del espíritu humano («Un aforista sin oído para la ética puede ser un buen organillero, pero en modo alguno un buen organista», «Hay personas que tienen oído para la música, otros para la moral, y otros más para la metafísica. Pero la mayoría no oye nada»). Estos temas, estos decires y sentires, como no podía ser de otra manera, vuelven a aparecer redoblados en La vida entre líneas, si bien es cierto que con el añadido de un Neila un poco más escéptico y desenfadado. No en vano, tanto en Palabras situadas como en Palabras al vuelo, los dos libros inéditos incluidos en su antología, menudean aforismos en los que el autor pone fin a su sentencia con un aire que se diría de desplante o irónico desdén, como cuando dice: «Solo se sabe decir en puridad cuando se consigue desdecir claramente. Con todo y con eso, ¡vete a saber!», «Solía decir que el ángel es el eslabón perdido entre el pájaro y el hombre; pero, como era uno de ellos, ¡vete a saber!»).

Frente a la tradicional escritura fragmentaria inscrita dentro de la dictadología tópica, hoy en día prácticamente ya superada, los aforismos de Manuel Neila tienen lo que muchos cultivadores del género vienen practicando con relativa frecuencia en los tiempos modernos: ese primor por la agudeza y el ingenio o esa lúcida ironía que tan cara es a nuestra cultura literaria. Así, por ejemplo, se entiende que las pinceladas críticas que Neila desparrama en algunos de sus aforismos estén llenas de fino humor y no se presenten como graves sentencias admonitorias contra esto o lo otro. Según él, el buen acuñador de aforismos no debe dictaminar, sino constatar, o, en el peor, de los casos, tomar dictamen de sus propios errores. O, lo que viene a ser lo mismo, un buen aforista no debería moralizar ni sentar cátedra; su misión, en todo caso, sería la de mostrar aquello que el ruido de lo cotidiano oculta impidiendo que oigamos aquello que la vida contiene por dentro o aquello que está escrito «entre líneas». De ahí que su decir, el decir de Neila, obligue al lector a adoptar el ángulo del discordante, de aquel que, si no quiere pasar por un ser adocenado y adoctrinado, tenga que repensar las palabras para darles el valor y el sentido que realmente tienen y no aquel que falazmente nos quieran imponer.

Eludiendo lo pretencioso y lo excesivamente solemne, los aforismos de Neila, en fin, no buscan deslumbrar al lector, pero sí alejarlo de ciertas formas perniciosas de pensamiento, especialmente de aquellas que no dicen nada y nada dicen. Y eso, pudiendo parecer poco, sin duda ya es mucho.

 

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