Taburetes vacíos

Estuve tentado de hacer pellas. Cuando me gradué en Historia quizá no saqué matrícula, pero si cada falta de asistencia hubiese sido un ticket para lavar el coche, hubiera secado las marismas de mi pueblo.

Ayer me quedé hasta tarde en Bilbao. Lo que cené es intrascendente, al igual que la música del viaje, que casi da vida al coche. Lo importante son los hechos. Llevo unas semanas que parezco un juncal azotado por la galerna. La semana pasada estuve en Madrid, firmando ejemplares de Cabárceno. Ayer junto a la arboleda del Arenal, en la capital bilbaína, pasando un calor de aúpa.

Es mi primer año en las casetas. Normal, si soy un moco. No he cumplido ni los treinta.

Bueno…

Después de la emoción de las últimas semanas, a evento cada una, el cuerpo te dice: «eh, chaval, relájate un poco. Vamos a hacer inventario». Y no te queda más remedio que obedecer. Qué canalla.

Tengo amistades (no diré muchas; los amigos de verdad se cuentan con los bolígrafos del estuche) que, viéndonos desde su privilegiada posición de transeúntes, ponen el grito en el cielo pensando que por el mero hecho de parapetarte tras una muralla de libros tienes la jubilación pagada. Yo también lo creía. ¡Libros, libros! ¿Cómo puede caber tanta perfección en tan pocas páginas?

La triste realidad es otra. Pongamos que vives en Cantabria y vas a pasar unos días a Madrid. Ya de primeras te dejas unos ochenta euros en el tren, eso si vas solo. A poco que quieras dormir, toca pasar por caja. Comer… Llevo un par de años acumulando reservas, vamos, compañeras, para algo os quiero. Seguimos sumando. A eso de las cuatro y media o cinco de la tarde vas a la Feria, saludas a la Compañía de la Caseta (nueve, uno por cada siervo del Señor Oscuro) y estableces tu campamento base al otro lado de una hilera de libros donde pone tú nombre. Qué guay, eres tú. Y te entra el culo en el taburete. Si es que todo son éxitos.

Entonces cae un chaparrón. No se trata de la caprichosa lluvia del norte que pone en jaque cualquier previsión atmosférica. El sol se toma un descanso, las nubes ploman el cielo y ¡ras, ras, ras! El conjunto de los presentes huye como ratas de la bodega de un barco que se hunda, cobijándose donde humanamente pueden.

He ahí la oportunidad. La situación es la siguiente: imagínate en una discoteca abarrotada de cuerpos sudorosos y olor a…, bueno, a eso. Notas un hombro presionándote las escápulas. Te giras y, oh, la chica, chico, pulpo de tus sueños. O tal vez no, quizá el olor a eso sea el menor de tus problemas.

Como escritor, ese momento chaparrón es perfecto para entablar conversación con un posible lector. Venderle tu obra, que suele decirse. Es triste pero es a lo que vamos. Y si le gusta, mejor que mejor. Yo peco de sinceridad y no creo ser buen vendedor.

Así pasan las horas, tic-tac, mientras recuperas el dinero del almuerzo. A la mañana siguiente, flaco favor de las nubes, la Feria desborda cuerpos sudorosos y olor a eso. Colas kilométricas (qué expresión tan manida) abandonan la avenida principal para que los de siempre firmen ejemplar tras ejemplar. Y sin necesidad alguna de doblegar al tiempo, cual hacedor de Dune, para cazar. Ya que estás aprovechas para comprar, para intentar aprender… Y a por la siguiente.

Ayer, en Bilbao, compartí caseta con otras dos personas de mayor veteranía. Ella tenía una soltura endiablada para ofrecer su novela, un thriller/novela negra que me recordó a una serie (por lo que escuché). Los ejemplares volaban. Es un género de moda, ella tenía desparpajo, y los lectores piden novelas así. Mucho diálogo, realismo, capítulos cortos… Diez de diez. Él debía ser conocido por motivos ajenos a lo literario, y vendía una bilogía también de novela negra. La gente se paraba a charlar, le saludaba, compraba ejemplares. Un tipo majísimo. Y mientras yo, al menos, estaba cerca de la puerta y me beneficiaba de un hilillo de aire. Las primeras horas fueron duras, porque, ¿cuánta gente se anima a leer terror o ciencia ficción en comparación con novela negra? Ponía el oído, echaba el lazo, y los búfalos se escapaban. Pero a eso va el escritor a una Feria: a pasárselo bien y a aprender. Nunca desistir. Tal fue el giro de los acontecimientos que cerca de la clausura, no sé si mis rezos fueron atendidos o qué pasó, que se formó un corrillo delante de Cabárceno y volaron un buen número de ejemplares. Los suficientes para correr con los gastos del café y del parking, que después de cinco horas estacionado, la factura no era moco de pavo.

¡Qué ingenio el de los autores!

Algunos regalamos imanes, otros envían sobres personalizados, los más astutos a nivel de inversión diseñan volantes… Cuaderno y tinta.

La experiencia me recuerda a mis tiempos mozos como jugador profesional de Warhammer. Antes de un torneo gordo, preparaba/pulía una lista de ejército para competir. El idilio. Y después de un fin de semana sudando y tirando dados, regresaba a casa analizando millares de cambios, qué funcionaba, qué no… Y vuelta a girar. La ruleta siempre, siempre, siempre sigue rotando.

Qué maravilloso es el mundo de los libros. Al final, como leéis, no hice pellas. Creo que voy a aprovechar para escribir un ratito antes del próximo evento.

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