La soledad ya no es lo que era, desde que «Cristo está en Tinder»

Horacio Otheguy Riveira.

De uno u otro modo, en escena o en video, abanico de posturas e imposturas; disfrazados en pantalla con nombres sobreimpresos de estrellas de la revista musical porteña, ya retiradas, o nombres de figuras argentinas todavía presentes, un impacto que aparece en el comienzo del show, este show-antishow, esta función alegre y desasosegante, sucesión de escenas aparentemente inconexas que, sueltas o sumadas, van directo al corazón de jóvenes solitarios que quizás les alcance la cristiandad más convencional, quizás no, y tal vez se salven entre otros cuerpos gracias al Señor o la Señora Tinder, ese lugar en el que vamos en busca y captura de alguna clase de compañía.

La mencionada «argentinidad» solo aparece en los nombres que, cada tanto, se sobreimprimen, por lo demás Rodrigo García, hispano-argentino residente en Madrid, ha creado una maravilla a manera de fresco universal sobre la desesperación y el imprescindible humor para no hacerse añicos, e incluso para morir de a poco, como si de un ballet romántico se tratase.

Los tres intérpretes son performers multidisciplinares con Elena Forcano al frente, por contar con mayor experiencia en el dominio de la expresión corporal, pero solidariamente unida a sus compañeros, de manera que entre todos puedan descolocarse, formular sueños, palabras y cuerpos ajenos, bailando, en fonomímica, hablando muy poco, semidesnudos o desnudos por completo, juntarse, abrazarse, fundirse en un nuevo ser cuando el trío se hace una bola de ensueño sin lujuria, o Elena y Carlos Pulpón, cuerpos desnudos, cada uno una larga peluca en una mano, se enfrentan, se golpean, se besan… Todo poco o mucho, después de morir en un video sublime: cada uno, los tres ya sin separación de bienes, vestidos o en ropa interior, caen en una misma tumba en camposanto, con su cruz de madera en la cabecera, una situación que se repite, como muchas otras que hacen de la repetición un ensamble poético de envolvente interés, mientras juegan con un perro-robot encantador o temible —como todo en esta función, libre de interpretación, según gustos, sensaciones, rechazos o aprobaciones viscerales—.

El perro aparece mucho. Como estrella de diversos números de circo, en cada caso un comportamiento nuevo. Lleva luces, botones de comando, no sabemos si obedece a determinados sonidos, pero desde luego, cuando agradece los aplausos, entrando y saliendo de escena, como hacen los actores habitualmente, aporta una sensación de ingenio junto al terror de la mecanización de la que vamos siendo capaces, sobre todo cuando todo se convierte en un devenir de frivolidades casi siempre deseosas de aparentar alguna clase de profundidad.

Dos horas donde enigmas y acertijos se unen para ofrecernos una mirada sobre el desamparo de bastante gente de nuestro tiempo. La creación de Rodrigo García entrega imágenes que se complementan dramáticamente en la soledad de cada espectador.

Nada hay de blasfemo en esta suite que aborda lo trágico y lo hilarante con arte de místico prestidigitador. En lugar de mágicos sombreros de copa, tres actores y un músico-actor que se entregan maravillosamente fuertes e indefensos, y huyen de los aplausos finales para, seguramente, abrazarse detrás de la gran pantalla. Ya no tan solos como sus personajes.

Texto, dirección y espacio escénico: Rodrigo García
Iluminación: Carlos Marquerie

Reparto:
Elisa Forcano, Selma Ortega, Javier Pedreira, Carlos Pulpón

Producción: La Abadía | Actoral (Marsella) | Next Festival
(Valenciennes) | Temporada Alta (Girona)

Teatro de la Abadía hasta el 11 de junio 2023

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