Sin aforismo no hay pensamiento

 

Ricardo Álamo.- Al leer cada nuevo libro de aforismos de Ramón Eder (Lumbier, Navarra, 1952), me suelo acordar de unos versos de José Luis Tejada en los que, al modo machadiano del Juan de Mairena, decía con suma gracia: «Aforismos. Poética. / Reducir la cantidad / en busca de calidades / sin mengua de la verdad; / y lo demás, vanidad / de vanidades». Ciertamente, o eso me parece a mí, los libros de aforismos de Eder se ajustan a la perfección a lo dicho en esa sucinta “poética”, puesto que, en aras de exponer la verdad (o su verdad), se atreve —como buen aforista— no tanto a engolarse con una copiosa retahíla de apuntes breves como a administrar con sabiduría un relativamente exiguo número de golosas y valiosas observaciones. En el prólogo con que se abre Los regalos del otoño, dice Eder que hay muchas maneras de leer un libro de aforismos, pero que en general se podrían reducir a tres: 1) leerlo de un tirón (siempre que sea suficientemente breve como para que pueda leerse de una sentada); 2) leer varias páginas seguidas hasta que vuelva a apetecernos seguir leyéndolo; y 3) «leer varios aforismos hasta encontrar uno que nos guste o seduzca especialmente y entonces hacer una señal con un lápiz, cerrar el libro y reflexionar sobre el aforismo que nos ha seducido». Ni que decir tiene que, a su modo de ver, esta última manera de leer es la más enriquecedora, por cuanto permite pensar y repensar o darle vueltas a los posibles dobles sentidos de los aforismos que en una primera, rápida y superficial lectura pueden pasar desapercibidos al desatento lector. Pero, me pregunto yo, ¿realmente los lectores de aforismos son tan autoexigentes como para leer así? ¿Y una lectura como la que Eder sugiere no presupone en el fondo que en un libro de aforismos no van a ser muchos los aforismos que especialmente nos seduzcan, dado que, si no fuera así, estaríamos constantemente haciendo señales con un lápiz e interrumpiendo la lectura y cerrando el libro para ponernos a pensar y repensar sobre lo leído? Con estos interrogantes no quiero decir que el escritor navarro no tenga razón en su propuesta ideal de lectura, y ojalá todos los lectores tuvieran esa tan inmejorable predisposición a la hora de abrir las páginas de un libro de aforismos (y, por extensión, de cualquier libro) como para pararse unos segundos y meditar. Me temo, sin embargo, que casi nadie lee así, ni libros de aforismos ni libros de cualquier clase, a no ser que uno tenga un interés especial en recopilar citas, frases o textos perspicaces que por alguna razón (generalmente una razón mediada por el afán de aprender) le pudieran ser útiles para la vida o para el conocimiento. A este  respecto —y perdonadme la pedantería— Erasmo de Rotterdam, en su Institutio principis christiani, recomendaba lo siguiente: «Leer con un cuaderno a mano para apuntar las frases susceptibles de ser reutilizables posteriormente. Asimismo, la confección del cuaderno propio —o diario de lecturas— podría reportar, no ya beneficios pedagógicos, sino morales. [Y] siguiendo el ejemplo erasmista, Juan Luis Vives le recomendó a Catalina de Aragón (a petición de esta), que para la educación de María (la futura Reina), era muy recomendable, además de la lectura de “buenos autores” (entre los que incluía a Nebrija, Erasmo y Tomás Moro), que la princesa tenga un gran cuaderno en el que tome notas de su propia mano: ya sean palabras, encontradas en la lectura de autores serios, que le serán útiles en su uso cotidiano, o raras y elegantes; o bien, expresiones espirituales, graciosas, ingeniosas, eruditas; o bien sentencias graves, jocosas, agudas, burlescas; o historias de las que sacar un ejemplo para su vida». Y —poniéndome más pedante aún— César González-Ruano recordaba que Vital Aza llevaba en cuadernos escritos con su letra grande juicios, comentarios y una especie de antología caliente y personal de toda frase o sentencia que de un libro le había impresionado. Mi pregunta ahora es: ¿cuántos lectores atesoran esos cuadernos? A excepción de yo mismo, que tengo unos cuantos, no conozco a ninguno más, quizá Vila-Matas que tiene a gala ser un “artista citador”, como en su día lo fue también George Perec. Pero me estoy yendo por las ramas y mejor será que me centre en el libro de Ramón Eder que, como otros muchos suyos anteriores, no tiene desperdicio. Dividido en trece capítulos y abierto cada uno de ellos con un aforismo ilustrado (la figura de un arquero que lanza una de sus flechas-sentencias al corazón o a la mente del lector), lo más destacable del libro es que todo es destacable, desde sus irónicas críticas a los indefendibles cambios de normas ortográficas de la Academia de la Lengua («Según la última normativa de la Real Academia “solo” si es adverbio se puede escribir con acento y sin acento, es decir se puede escribir bien y mal») hasta sus burlones alfilerazos al anonimato con que algunos se ocultan en las redes sociales («Los hay que están en Facebook, escondidos con un pseudónimo, para curiosear como la vieja del visillo»), pasando por su descarnado cuestionamiento de los propios libros de aforismos («Incluso en los libros de aforismos que más nos gustan tacharíamos muchos aforismos», «Un libro de aforismos en el que todos los aforismos fueran brillantes sería tedioso»). Pero, pese a estos posicionamientos rotundamente críticos, se diría que el modo de decir que tiene Eder no es nada vehemente, incluso me atrevería a afirmar que tiene la habilidad literaria de presentar una verdad contundente envuelta en cierto aire de vacilación, como cuando por ejemplo dice que «Algunos días pienso que el ser más monstruoso que ha existido en la época moderna fue Hitler, pero otros pienso que fue  Stalin», dándonos a entender con ello que esa duda, esa vacilación, no empañan la certeza de que ambos dictadores fueron el mismo monstruo con dos cabezas.

De esa sutileza crítica con que Eder maneja sus ideas da también suficientes pruebas en el reproche que le hace a cierta clase de políticos que lo fían casi todo a sus buenos sentimientos antes que a la eficacia de su gestión, poniendo en peligro no sólo el bienestar de la ciudadanía sino también la propia salud de las instituciones democráticas. Así, no es de extrañar que en algunos momentos del libro lance sus envenenadas y socarronas flechas contra esos modos patéticos de hacer política, pues «Quizás para un país sea mejor que sus políticos sean algo pillos pero siendo eficaces en los importantes asuntos que gestionan que no que sean unos buenazos torpes e ineficaces» o que «En las democracias modernas tendría que haber algún tipo de castigo para aplicárselo a los presidentes de gobierno que dejen el país peor de lo que lo encontraron: por ejemplo, hacerles mediante una suscripción popular, un monumento ridículo y vergonzoso».

Asimismo, no son pocos los aforismos dedicados a los que quieren hacerse pasar por escritores («En España no hay muchos escritores, lo que hay es mucha gente que publica») y a quienes se toman la escritura como una carrera de obstáculos que hay que vencer, aún a costa de cultivar no sólo las amistades importantes sino también las contrarias («Ningún escritor llega muy lejos si no consigue hacerse algunos enemigos importantes en el gremio de escritores»). Enemigo declarado de la práctica de los géneros literarios mejor vendidos, como la novela o el ensayo, Eder sin embargo no oculta su pasión por la lectura, a la cual celebra una y otra vez, ya que según él leer es una de las pocas formas de ganar el tiempo. Y, sin duda, a ganar el tiempo es lo que nos enseña El regalo del otoño, probablemente uno de los recientes libros de aforismos donde más aforismos hay dedicados precisamente a reflexionar sobre los aforismos y en el que su autor, con valentía, se atreve a denunciar el escaso eco mediático que suele tener este género considerado menor, ya que «Como hay pocos premios específicos para el aforismo, hasta que se subsane esta injusticia, el aforismo debería participar de los premios de ensayo y de poesía porque de ambas disciplinas es partícipe». Sabia propuesta, en fin, que muy a mi pesar caerá en saco roto, y eso que, como decía el filósofo Jacob Moleschott, sin fósforo, sin aforismo, no hay pensamiento.

Ramón Eder, Los regalos del otoño. Renacimiento, Sevilla. 2023

 

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