Rohan

Hace mucho tiempo, las llanuras verdes fueron gobernadas por un rey debilitado de nombre Théoden. Durante la Guerra del Anillo, los brazos de los orcos y de los dunlendinos azotaron su hermosa tierra, llamada Rohan. El rey, que progresivamente había ido asumiendo una dependencia creciente a su consejero Grima, dejó de prestar atención a estos asuntos. Hombres valerosos morían en defensa de sus familias, comitivas labriegas buscaban refugio tras verse obligadas a abandonar sus hogares al fuego y a la muerte. Pero Théoden, tras años sometido a diversos venenos suministrados por Grima y al pernicioso efecto de sus palabras, era incapaz de hacer nada.

Las pretensiones de Grima eran evidentes: en un momento dado se acercó a la sobrina de Théoden, Éowyn, con intenciones deshonestas; en otro, desterró al heredero al trono; y así. Tras una escalera de artimañas logró eliminar todos los obstáculos que se interponían entre Saruman y la conquista de Rohan. Para los no entendidos, Saruman era un mago que se rindió al mal.

La historia es más compleja que todo esto, pero la escena es clara. Tenemos un monarca de noble linaje, porte regio y justo cometido que abandona a su pueblo a las hogueras de la guerra. Junto a él, un agente doble: Grima, el consejero, que el único consejo que ofrece es EL que encamina el reino a la sumisión y a la ruina. Tras él, la sombra de un poderoso hechicero y político que juega en las dos esferas: espolea los peones en el tablero mientras conspira tirando de los hilos del peligroso juego de tronos. Y, como muchos años después dijo George R. R. Martin, cuando juegas al juego de tronos, o ganas o mueres.

Por suerte, Gandalf el Blanco devolvió la luz de la razón a Théoden. Grima corrió cual rata a esconderse bajo los faldones de Saruman, mientras que el rey recuperó el buen juicio. Con vigor, llevó a su pueblo hasta la victoria.

Él solo no lo hubiera conseguido. Fue necesaria la presencia de varios héroes extranjeros para disipar la maldición. Héroes de pueblos hermanados, como Aragorn, heredero al trono de Gondor. Tanto Aragorn como Gandalf, sin olvidarnos de Legolas y de Gimli, encarnan La Virtud. La obra completa de Tolkien lo hace. La fuerza reside en los corazones justos; el destino del mundo, en las manos más pequeñas.

Mientras los grandes reyes y senescales libraban históricas batallas que decidirían el destino de la Tierra Media, eran dos pequeños hobbits los que cargaban con el peso de la victoria (o de la derrota). Dos personajillos corrientes, como usted, lector, y como yo. Porque no nos engañemos; eso está muy feo. No somos grandes héroes. Lo más probable es que nuestra fotografía jamás aparezca en las crónicas de Historia. Pasaremos a formar parte de ese grueso social que sostiene el peso de una época.

Como aquellos dos hobbits.

En una semana habrá que meter la papeleta en la urna. No vengo a sentar cátedra alguna, pero sí a recordar la historia de Rohan, que estuvo a punto de desaparecer del mapa por la doble culpa del enemigo interno y del externo.

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