“Manual de desvanecimientos”, de Eugenio Rivera Claudio

Cuadrando la esfera del mundo.

Por: Javier Mateo Hidalgo

Tras sorprendernos con su libro de poemas Memorias del derrumbe (Vitrubio, 2021 y 2023, en una segunda edición ampliada), Eugenio Rivera Claudio ha demostrado con su nuevo libro que la capacidad humana de la perplejidad puede ser infinita. Nos estamos refiriendo, claro está, a su volumen poético —y cuasi inédito— titulado Manual de desvanecimientos, publicado en la Colección de poesía tras la puerta, dirigida por Carmen Ortigosa Martín y publicada por el Ayuntamiento de Torrejón de Ardoz.

Que sea este libro el número trece de la citada colección no es baladí para su autor. Más allá de que se cite este hecho en el libro —dando la vuelta a su simbología fatalista para tornarla mágica—, el propio Rivera lo apreciaba así en la última conversación que tuve con él, durante la transición entre un ocaso y una nueva noche —ventosa— (nos hizo escapar de la terraza donde nos disponíamos a tomar un trago y recluirnos en el interior del café) en el barrio de Pacifico, por el que transita siempre que la inspiración se lo permite. Lo hace metódicamente, recorriendo las mismas calles, como un Kant del s. XXI. La equiparación con este pensador tampoco es casual, porque Rivera es un renacentista de nuestro tiempo. Un sabio al que la humildad oculta su propia virtud, aún reluciendo igualmente para quien le conocemos. Hablar con él es desplegar nuevos pies de página sobre los asuntos del mundo, aquellos que lo vuelven interesante y que éste poeta y artista estudia constantemente. Unas aclaraciones eruditas que vienen a ampliar las que el prologuista y autor de las notas de su nueva obra ya de por sí aporta: Max Valdemar. Nombre peculiar que asociamos inevitablemente —si decidimos escindirlo— al protagonista valleinclanesco de Luces de bohemia y al ideado por Poe en el “extraño caso” que acontece en uno de sus cuentos más célebres —personaje, por cierto, que busca evitar su propio desvanecimiento—. No en vano el propio Max —o quien sea que se oculte tras este oportuno nombre— se describe como ventrílocuo en el título del prólogo, dándonos a entender que la mano que mece al poeta es la misma que la que le traduce o “hace hablar”.

Manual de desvanecimiento es un libro doble, una suerte de juego de espejo en el que lo que muestra el azogue es a su vez lo reflejado. Eugenio y Max parecen escribir, cada uno por su lado, su propio libro: el primero, desplegando los poemas que, englobados, conforman las distintas partes del libro y, con ello, un largo canto; el segundo, excediéndose en la clarificación de estos poemas aparentemente transparentes, pero que se tornan translúcidos e incluso opacos si no disponemos del conocimiento o ayuda necesarios. Max, en su papel de “explicador”, va realizando el camino inverso pero, en su infinita sabiduría o excesivo conocimiento del mundo de Rivera, parece enturbiar en muchos casos estos desembrollos que —como buenos pies de página— superan en tamaño a los versos que los sobrevuelan en la página. Nos encontramos, por tanto, ante dos escritores que no son sino anverso y reverso del mismo sobre, cara y cruz de una única moneda: el prócer romano al que se rinde tributo y el que nos muestra el precio de su peso en oro.

Qué duda cabe de que Manual de desvanecimientos es otro truco de magia de Rivera, tras su falsa autobiografía de Memorias del derrumbe. Nos encontramos ante un manual que no es tal, pero cuya perfecta estructura parece llevarnos inicialmente a dicha conclusión. Más que un “manual” al uso —de esos que tanto gustan al autor— nos encontramos casi ante un museo —como el que contiene el libro de Pedro López Lara y que se titula precisamente así, Museo— o de “gabinete de curiosidades”. Así lo describe Max: “El largo poema que es el libro se asemeja a un cajón de-sastre, a una Caja de Cornell o bric-à-brac victoriano lleno de heteróclitos cachivaches —desde planisferios celestes a bichos disecados, de amaneceres a derrotas, de citas bibliográficas a certificados de defunción—“; tanto en un caso como en otro, se contienen aquellos elementos ideales a “salvar de la quema”. Cosas físicas o intangibles, como ese “aire contenido en Las Meninas de Velázquez” al que se refería Salvador Dalí —otra influencia clara en Rivera que figura en su libro, en concreto su concepto de “palabras percutantes”—. Lo que aquí consigue Rivera con su ejercicio literario —y casi filosófico o ensayístico— es dar un sentido a todas estas cosas preservadas, incluso encontrando la relación aparentemente imposible entre ellas. Logra, así, la anhelada cuadratura del círculo —que no será para él, en su afán sintetizador e irónico, más que el álbum de un vinilo y el disco que va guardado en él.

Como químico de profesión, puede decirse —en una especie de metáfora poética— que Rivera ha sabido extraer o separar del totum revolutum de la vida los elementos que vale la pena destacar y recordar una y otra vez. Ha logrado, como los incansables buscadores del Lejano Oeste, sacar a flote el oro que quedaba posado en el fondo del río heraclitiano —siempre evolucionando— o, lo que es mejor, ha logrado ser alquimista para convertir en áureo lo que aparentemente no parecía tal, a ojos profanos. Es un milagro científico hecho en ese subterráneo laboratorio donde se encuentra su mesa de trabajo, de escritura. Un alquimista paciente, en ocasiones negro como el tizón y en otras humorístico, puro y feliz, como la sonrisa de un niño. O como las jinojepas gerardianas o el balbuceo del infante que posiblemente dio lugar al término “dadá”.

En cualesquiera de los casos, este largo poema interrumpido por las notas a pie —en realidad, ensayo “de deslavazados saberes enciclopédicos” que se recomienda leer una vez concluida la lectura poética— no deja de ser una réplica de esas Memorias del derrumbe, empezando por la similitud entre ambos títulos —tres palabras con idénticas iniciales (M, D, D)— y siguiendo por la oposición entre los términos “derrumbe” y “desvanecimiento”: en el primer caso, descenso vertical de todo una armazón arquitectónico que es la vida y, en el segundo, ascenso igualmente vertical que “contradice” la “ley de Newton” —como explicará el propio Rivera—. En cualquiera de los casos, nos encontramos ante una imagen de torre, a la que se aludirá constantemente en el poemario. Baluarte de astrónomo y, por tanto, de matemático, pues el propio libro es una perfecta construcción que sigue la secuencia numérica de Fibonacci e incluso los principios geométricos —con esos cuerpos de realización imposible que preludian cada una de las partes, y que digan hacia el desvanecimiento, como veremos igualmente en los pies de página finales, cada vez más microscópicos—.

Rivera también nos demostrará la clásica unión entre las distintas disciplinas, pues uno de los personajes que corretean por el libro, el conejo, alude constantemente al ideado por Lewis Carroll en su Alicia, libro infinito de ficción fabuladora ideado —no lo olvidemos— por un matemático. Está interdisciplinariedad debería prevalecer en la actualidad, pues cose los retales de los diferentes ámbitos otorgándoles sentido, como demuestra el libro. Claro que, para eso, hay que querer saber, tener curiosidad, y eso, hoy en día, no está muy de moda —se advierte de su peligro también ancestralmente con aquel dicho de “la curiosidad mató al gato” —o lo hizo desvanecerse, como ocurre con el de Cheshire lewiscarrolliano—.

El libro, además, esconderá otras sorpresas: en él habrá velados homenajes a los miembros del círculo poético formado en Torrejón de Ardoz —conocidos todos por Eugenio—, transcripciones de algún poema ajeno —acción ésta que Valdemar le reprocha a Rivera en una suerte de ring literario— e incluso, la introducción de alguna anécdota falsa —al más puro estilo borgiano— y que pondrá sobre aviso la fe ciega del lector en los supuestos datos históricos.

No tengamos miedo hasta desvanecernos —como le sucedía a las pretéritas damas como efecto de los corsés o los químicos del maquillaje— y dejémonos cautivar por este “artefacto” literario del bueno de Eugenio Rivera, único en todo el mundo mundial —Manolito Gafotas dixit—.

 

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