El niño

Las últimas cuatro semanas me han dado de hostias en el corazón. A las peculiaridades de la vida normal de un hombre de veintinueve años (una edad de trapecista, la verdad) se han sumado un montón de eventos literarios y algún viaje. Londres, Cantabria, Sevilla. He presentado novelas de otros en cafés, con un aforo sorprendente, y mi propia gira ha llevado a MIMO, mi última novela, a un par de cientos de lectores nuevos, una cifra nada desdeñosa para tratarse de venta directa en tan poco tiempo. Alguno (aunque, más bien, debo decir alguna) se ha dejado convencer también por la antología Mecánica de fluidos.

Qué bien.

La última de estas paradas ha sido la mencionada Sevilla. El fin de semana del 24 lo pasé en Cantabria con mis pares, por motivos, además de las presentaciones, que no vienen a cuento. Tras parar solo una jornada laboral en Madrid, partí al sur acompañado de mis dos grandes amores: ella y los libros.

En este ajetreo andaluz aproveché para desvirtualizar a un montón de autores. Lo mejor de las convenciones, como el Libro Fórum, son las personas. La escritura es un trabajo solitario y mordaz. Uno lo flipa con sus historias… hasta que las lee durante el proceso de corrección. La curva del estrés se tensa como unas bragas usadas de tirachinas y, al recibir el paquete con tus ejemplares impresos, suspiras. Durante la promoción te disparas la piedra entre los ojos. Por eso es bueno compartir desesperación con tus iguales, conocer otros procesos creativos, abrir la ventanita de la mente a nuevos inquilinos. Cuánta poesía resumible en un «socializar».

A estas alturas de la vida no suelo sorprenderme a menudo. Diréis que menudo cuajo, si veintinueve años no es nada. Ya. Han sido veintinueve años muy movidos. Soy, por naturaleza, un aventurero que le tiene el aprecio justo a su pellejo. Y, sin embargo, el sábado me sorprendí.

La dinámica del Libro Fórum era extraña. La organización se lo curró mucho, y el evento de firmas lo realizamos en un centro comercial de las afueras de Sevilla, dominado por un cine donde la hegemónica segunda parte de Dune ejercía como reclamo tanto como Blue Jeans, invitado de honor. No había grandes almacenes. A nuestro alrededor se encontraban establecimientos de comida, como el Burger King del norte (suena casi épico) y los recreativos que guarecían nuestro flanco.

El flujo de lectores era escaso. Se trataba de «familiares de», «conocidos de», o gente que se dejaba caer por allí por algún otro motivo y decidía echar un vistazo, que nunca está de más. Los escritores, babeantes, repetíamos una y otra vez la virtuosa letanía que encumbraba nuestras obras… con resultados dispares.

No podía faltar la fauna de coleccionistas de marcapáginas, que alentaban la cálida esperanza de la venta durante unos minutos a fin de irse a merendar con una maleta cargada de souvenirs gratuitos.

Bien.

En cierto punto de la tarde se pertrechó delante de mi puesto un niño. Sí, bueno, con doce o catorce años siguen siendo niños. Se detuvo un rato con cierto aire señorial delante de mis pilas de libros, sin prestar demasiada atención a la fuente de caramelos, y me preguntó con ellos con franco interés. Su voz destilaba esa sabiduría que solo tienen los jóvenes y que los adultos, incluso los de veintinueve palos, perdemos año a año.

Aproveché para preguntarle qué libros leía y me dijo que de todo, pero que los de amoríos (usó ese término, y me pareció genial) le gustaban un poquito menos. Al hablarle de Cabárceno le brillaron los ojos. ¿Cómo puede ser que alguien tan joven sepa que no todos los libros obesos de marketing sean realmente «los buenos»?

El resto de la conversación pertenece al ámbito privado. Como he dicho, me sorprendió. Es raro que los niños sean buenos lectores con la de ociosas distracciones que les rodean. En cierto modo, su actitud encendió una vela de esperanza en un rincón de absoluta oscuridad. Quizá el futuro no sea tan desalentador. Quizá alguien tome las riendas llegado el momento.

Gracias.

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