«El bosque errante», de Juan José Castro
RASTROS Y SILENCIOS EN EL BOSQUE
Por Marina Tapia.
Navegar por el maremágnum de publicaciones actuales, elegir qué leer en este presente abigarrado de tinta impresa, ser fiel a un pálpito interior y escoger libros de poesía alejados de corrientes y grupos mayoritarios, desvinculados de la lírica pop, es casi un atrevimiento, un acto de lúcida rebeldía. Dar ese espacio a escrituras que arriesgan, que ponen en pie libros complejos, que apuestan por el lenguaje, fieles a su búsqueda, es ser conscientes de que nuestro tiempo puede enfocarse al enriquecimiento personal y no sólo a un voraz consumo sin filtros, es como clavar una bandera en el Ártico o en un páramo perdido.
El bosque errante, de Juan José Castro (Motril, Granada, 1977), tan bien editado como de costumbre por Reino de Cordelia, es un poemario que nos llega con el reciente aval del premio de Poesía San Juan de la Cruz, otorgado por la Academia de Juglares de Fontiveros.
El conjunto se estructura en seis partes: ‘El aliento y el barro’, ‘El éxtasis y el llanto’, ‘La corriente cautiva’, ‘Las voces y el letargo’, ‘El bosque errante’ y ‘El temblor y el barro’. Como se puede apreciar, la idea del barro abre y cierra el conjunto, quizá porque este material hecho con esos elementos primordiales que son la tierra y el agua, está asociado al mito de la creación, a Adán, al comienzo en el Edén, en ese bosque primigenio. El barro se adhiere, mancha, marca la piel y nos recuerda que lo que ahora somos es gracias a siglos y siglos de evolución, pero que −a pesar de ese distanciamiento con los paisajes salvajes y abiertos que nos tocó domar− aún conservamos nuestra esencia, ese fuerte lazo con las materias originarias, con la naturaleza, con sus bosques, montañas, mares y llanuras. Y esta idea se refleja muy bien en el ‘alma’ del poemario. La voz poética vive en una secreta comunión con el alfabeto de las lluvias, estableciendo lazos de intensa intimidad. Sentimos que el poeta es capaz de escuchar perfectamente al mundo, que le habla a través de secretas señales y manifestaciones. El universo está allí fuera cantando alto, con su murmullo y también con su deletreo feroz. Sólo espera nuestra atención, nuestro asombro, que nos maravillemos con el devenir de las cosas y de los seres, que lo bauticemos con palabras. “Eres una suma de intemperies”, “cae la nieve con voluntad de ser en su sonido”, “musgos, innumerables trinos blancos”, “el bosque silba en las hayas y en los huesos ruge su asamblea de lluvias”.
Es un libro muy pensado, muy estudiado, con una clara voluntad de ordenar las ideas y presentar a los lectores bloques estructurados que serán el deleite de los que amamos la claridad. Poemas por lo general de aliento largo, prosas poéticas de versos contundentes y desarrollados sin miedo, textos empapados de filosofía −especialmente la de pensadores alemanes−, poemas que van envolviendo con su denso ramaje y que muchas veces nos dejan sin aliento. Tenemos que detenernos para asimilar el cúmulo de sensaciones y reflexiones que despiertan, tenemos que degustar la simbiosis de imágenes superpuestas. La metapoesía, con un telón de fondo cultural y existencial, recorre el camino de las páginas; la fidelidad a una vocación literaria; la palabra y el arte como elevación y salvación en tiempos de guerra, y la fragilidad del lenguaje. Pero no sólo hallaremos estos parámetros intelectuales, también brilla en el libro el cuerpo, la carcasa humana que celebra o llora, la frágil osamenta dolorida, el rítmico bombeo de la sangre, la materia frágil que alojamos. Cuerpo, siempre cuerpo, además de mente.
A Vladimir Holan, Friedrich Hölderlin, Else Lasker-Schüler, Paul Celan, Nelly Sachs, Gustav Mahler, Albert Camus, Gustave Moreau, Simone Weill, Vicente Aleixandre y a tantos otros da voz Juan José Castro Martín, o entabla con ellos un diálogo. Nuestros oídos ensanchan su universo, estableciendo con estas voces y ecos del ayer una especie de intimidad. Y no importa que no conozcamos a fondo a los artistas o escritores que se asoman en “El bosque errante”, a los que el autor rinde su vívido homenaje, porque hay un juego de médium y voces resucitadas, trayendo lo más esencial del pasado sobre la güija de la página. Áspero bosque del idioma, fabuloso animal del silencio. Palabra y silencio, oxímoron que se complementa.
Haciendo un guiño a Alberto Gordo en su artículo acerca de Thoreau, rescato esta valiosa idea: “superar la visión antropocéntrica y alcanzar una visión ecocéntrica”. Y justamente es ese el espíritu que se puede percibir en este poemario: la visión del ser humano integrado de forma indivisible en la tierra, en el viejo paraíso que habita.
Tal como decía nuestro querido Vicente Aleixandre, “los poetas, si algo son, son indagadores de la realidad; no inventan nada: descubren, enlazan, comunican. Cada cual llega a su límite. Ninguno está a solas. Y todos poseen en la suya una posible voz general. Y quien no la poseyese no sería un poeta comunicable, es decir, no sería poeta. Donde uno queda el otro avanza. Y donde este termina el siguiente toma el relevo”. Sirvan estas sabias palabras del maestro como una invitación a los poetas a seguir creando en esa estela de descubrimiento, de valoración del legado, de dignificación. Juan José Castro Martín abre camino con sus versos, enciende luciérnagas, deja migas de pan para los errantes que transitan perdidos este vasto bosque. ¡No dejéis de leer este libro!