Horacio Otheguy Riveira.
Un paisaje humano en la ciudad colombiana de Cali. Una narración costumbrista en la que, al principio, apenas si pasan cosas, como si la protagonista que ve, escucha, piensa… estuviera al margen, pero con medio ojo abierto se entera de todo… hasta que sí se suceden acontecimientos que acaban por involucrarla.
Una novela sugerente, intensa, que va de la sonrisa a una estocada de profundas raíces emocionales. No porque la niña dé pena, sino porque asombra su madurez ante situaciones donde los adultos se pierden…
«Mi mamá siempre estaba en la casa. Ella no quería ser como mi abuela. Me lo dijo toda la vida.
Mi abuela dormía hasta la media mañana y mi mamá se iba al colegio sin verla. Por las tardes jugaba lulo con las amigas y cuando mi mamá volvía del colegio, de cinco días no estaba cuatro. El día que estaba era porque le correspondía atender el juego en la casa. Ocho señoras en la mesa del comedor fumando, riendo, tirando las cartas y comiendo pandebonos. Mi abuela ni miraba a mi mamá.
Una vez, en el club, ella oyó cuando una señora le preguntó a mi abuela por qué no había tenido más hijos.
—Ay, mija —dijo mi abuela—, si hubiera podido evitarlo, tampoco habría tenido a esta.
Las dos señoras soltaron la carcajada. Mi mamá acababa de salir de la piscina y chorreaba agua. Sintió, me dijo, que le abrían el pecho para meterle una mano y arrancarle el corazón.
Mi abuelo llegaba del trabajo al final de la tarde. Abrazaba a mi mamá, le hacía cosquillas, le preguntaba por su día. Por lo demás, ella creció al cuidado de las empleadas que se sucedían en el tiempo, pues a mi abuela no le gustaba ninguna.
En nuestra casa las empleadas tampoco duraban.
Yesenia venía de la selva amazónica. Tenía diecinueve años, el pelo liso hasta la cintura y los rasgos bruscos de las estatuas de piedra de San Agustín. Nos entendimos desde el primer día.
Mi colegio quedaba a unas pocas cuadras de nuestro edificio. Yesenia me llevaba caminando por las mañanas y por las tardes me esperaba a la salida. Por el camino me hablaba de su tierra. Las frutas, los animales, los ríos más anchos que cualquier avenida.
—Ese —decía señalando al río Cali— no es un río, sino una quebrada.
Una tarde llegamos directo a su cuarto. Un cuartico con baño y un ventanuco junto a la cocina. Nos sentamos en la cama, una frente a la otra. Habíamos descubierto que no conocía las canciones ni los juegos de manos. Le estaba enseñando mi favorito, el de las muñecas de París. En cada paso se equivocaba y nos reventábamos de la risa. Mi mamá apareció en la puerta.
—Claudia, hacé el favor de subir.
Estaba serísima.
—¿Qué pasó?
—Que subás, dije.
—Estamos jugando.
—No me hagás repetir.
Miré a Yesenia. Ella, con los ojos, me dijo que obedeciera. Me paré y salí. Mi mamá agarró mi maleta del suelo. Subimos, entramos a mi cuarto y cerró la puerta.
—Nunca más te quiero ver en confianzas con ella.
—¿Con Yesenia?
—Con ninguna empleada.
—¿Por qué?
—Porque es la empleada, niña.
—¿Y eso qué?
—Que uno se encariña con ellas y luego ellas se van.
—Yesenia no tiene a nadie en Cali. Se puede quedar con nosotros para siempre.
—Ay, Claudia, no seás tan ingenua.
A los pocos días Yesenia se fue sin despedirse, mientras yo estaba en el colegio.
Mi mamá me dijo que la habían llamado de Leticia y tuvo que volver con su familia. Yo sospechaba que esa no era la verdad, pero mamá se ranchó en su versión.
A continuación llegó Lucila, una señora mayor del Cauca que no se metía conmigo para nada y fue la empleada que más tiempo estuvo con nosotros.
Mi mamá hacía sus trabajos de ama de casa por las mañanas, cuando yo estaba en el colegio. Las compras, las diligencias, los pagos. Al mediodía recogía a mi papá en el supermercado y almorzaban juntos en la casa. Por la tarde él se llevaba el carro al trabajo y ella se quedaba en la casa a esperarme.
Al regresar del colegio la encontraba en la cama con una revista. Le gustaban las ¡Hola!, las Vanidades y las Cosmopolitan. En ellas leía sobre la vida de las mujeres famosas. Los artículos traían grandes fotos a color con las casas, los yates y las fiestas. Yo almorzaba y ella pasaba las páginas. Yo hacía las tareas y ella pasaba las páginas. A las cuatro empezaba la programación en el único canal de TV y, mientras yo veía Plaza Sésamo, ella pasaba las páginas».



