Por Rubén Téllez.

El acelerado ritmo de trabajo de Hong Sang-Soo responde no tanto a una pulsión obsesiva que le lleva a hacer una o dos películas al año, como a la necesidad de filmar esos pequeños momentos, gestos o emociones que se pierden en la oceánica inmensidad de unas ciudades plegadas a la velocidad alienante de un capitalismo neoliberal que todo quiere devorarlo. Su cine se construye a través de la conversión de la realidad en la argamasa con la que se hilvanan las imágenes y, por ello, la cámara funciona como un microscopio que se detiene sobre fragmentos de la cotidianeidad para amplificar sus milagros efímeros, esos chispazos de vitalidad que, a menudo, pasan desapercibidos dentro de la velocidad esquizoide de una sociedad sobreestimulada por los constantes destellos que incitan al consumismo, y que, por un lado, está organizada según el precepto de que la magnitud de un acontecimiento define tanto la atención que se le debe prestar como el valor —estético, simbólico, emocional— que tiene; y, por otro, está subordinada a la rigidez de una rutina asfixiante que, plagada de problemas, impide que las personas puedan detenerse durante unos instantes a apreciar, por ejemplo, el vuelo de una abeja (Delante de ti).

            Son los bordes de los encuadres de Hong los límites de unos contenedores de realidad que impiden que los matices del mundo que en ellos se condensa se pierdan entre los meandros de la existencia que ha quedado fuera de plano. Esto no quiere decir, ni mucho menos, que el fuera de campo en sus películas esté excluido de su gramática visual, sino que, más bien, existen dos tipos de fuera de campo dentro de ésta: uno, en el que permanecen encerrados los ruidos de la rutina de la que el cineasta aísla a sus personajes durante el breve tiempo que dura la cinta; y otro, en el que se quedan encriptadas por el silencio las problemáticas que provocan el dolor que sus protagonistas a menudo ocultan. No hay en el cine de Hong una estilización de la banalidad, sino una operación de ensalzamiento de la misma articulada alrededor de los movimientos en apariencia intrascendentes que cualquier persona lleva a cabo en su día a día: su idea general es, por tanto, convertir el gesto impreciso en el que cristalizan decenas de posibles emociones en el motor de una narración alambicada pese a su transparencia formal.

            Así, sus películas están compuestas por escenas en las que se dan largos paseos por un parque (En la playa sola de noche), en las que se conversa con una vieja amiga al calor de una buena comida (La mujer que escapó), en las que se vive un momento de catarsis emocional iluminado por la pantalla de un cine o en las que el mero hecho escuchar hablar a unos desconocidos en una cafetería se convierte en un verdadero placer (Grass). Pese a todo, detrás de la celebración de lo pequeño, de lo banal, de lo cotidiano, fluctúa una red de dolores, amores cohibidos, desamores, insatisfacciones y soledades que, por lo general, nunca suele quedar completamente descubierta por la caligrafía traslúcida de esos largos diálogos coronados de soju marca de la casa. Los sentimientos de los personajes permanecen escondidos bajo los pliegues de una mirada desubicada que huye del presente ante la imposibilidad de lidiar con él, bajo los movimientos dubitativos de unos cuerpos que sólo consiguen expresarse con libertad cuando el alcohol ha quebrado los muros que contenían su torrente emocional. Es por eso por lo que el cine de Hong se convierte en un diálogo directo entre el espectador y la imagen: el manto de hermetismo que rodea cada gesto lo convierte en un interrogante a descifrar.

            En muchas de sus cintas no se llega a advertir qué elementos colisionaron en el pasado para marcar el devenir actual de los protagonistas, qué relación hay entre unos personajes y otros, ni qué pensamientos o emociones se agolpan con violencia en esos momentos en los que sus miradas se clavan en el hueco vacío de una estancia o un paisaje. Al rodar las secuencias en planos generales de larga duración que ofrecen una vista completa tanto de los cuerpos de los actores como del escenario en el que se encuentran, el espectador se ve obligado a llevar a cabo un riguroso trabajo de lectura de cada movimiento, puesto que el mínimo matiz gestual, el mínimo cambio de mobiliario, la mínima interacción del sujeto con el espacio que habita puede ser una pista a seguir para entender su psicología. De la misma forma que nunca se llega a conocer con seguridad el calado emocional que tienen los abrazos de Introduction, ni si la conversación en el restaurante de En la playa sola de noche sucede realmente o es una ensoñación, en algunas ocasiones tampoco se tiene la certeza de que la lectura que se haya hecho de los acontecimientos que narra Hong sea la más precisa; pero ese es el verdadero potencial de su cine. El espectador, como la escritora de Grass, escucha las conversaciones —marcadas casi siempre por sus vacíos— de unos desconocidos y piensa en los posibles significados de las mismas. Es ahí, en el placer de verse convertido en el espectador de unos milagros cotidianos cargados de significados, donde reside la fuerza de las películas de Hong Sang-Soo.