Elena Marqués.- En alguna que otra ocasión hemos comentado, en los círculos aforísticos, que, al menos en apariencia, son los varones más proclives a la brevedad que las féminas. Basta con hacer un recuento de los títulos publicados y nos asalta una larga lista de nombres masculinos, como Manuel Neila, Ramón Eder, Ricardo Álamo. Entre bromas solemos decir que los caballeros se inclinan por la síntesis, dando pábulo a esos tópicos de damas parlanchinas capaces de reescribir El Quijote antes que condensar un pensamiento en una frase.
Independientemente de las razones que haya, si es que existen, para afirmar esta simpleza, el descubrimiento de Natalie Clifford Barney, una mujer adelantada a su tiempo, parece rebatir tales hipótesis. Porque con ella nos retrotraemos más de un siglo a todos esos aforistas masculinos a los que me he referido antes. Y, como dirían unos cómicos argentinos cuyo nombre no viene ahora el caso, eso le concede aún mayor valor: su aportación al género breve es mejor porque es antes.
Ignoro si las sentencias y máximas que se recogen en su Dispersiones, editado por Cypress Cultura, pueden catalogarse de aforismos como tales, aunque hay algunos descriptivos («Vieja amante, especie de madre obscena»; «Esperar en vano es a veces, no obstante, una forma de obtener») que adoptan la forma atributiva clásica. Sin embargo, otras muchas exceden bastante la longitud que se le supone al género (léanse algunos de sus «Impulsos críticos», de acertadísimo nombre), y otras se limitan a observaciones del entorno, descripciones minúsculas de un gesto o una actitud con las que el lector puede trasladarse por un momento a una de esas reuniones a lo Madame Geoffrin retratadas por Lemonnier. Hay algunas incluso que adoptan la inusual forma de pequeños diálogos («Esta americana tiene raza. —Las tiene todas»), y otras tantas que abandonan el tono solemne con que en buena parte se reviste el aforismo para lanzar dardos irónicos con su carga de crítica social. Lo que sí está claro es que en ellos se condensa una gran sabiduría (una de sus secciones se titula precisamente «Pequeñas lecciones»), una inteligencia natural y cultivada.
Porque la estadounidense expatriada en la capital francesa recoge el testigo de aquellos salones dieciochescos y se rodea de escritores y artistas de todas partes (para eso París era entonces el centro cultural del mundo). En ese ambiente selecto tuvo tiempo de reflexionar y de actuar (dese un pequeño repaso a su biografía), de convertirse en un referente literario y modelo para las feministas.
No diré que esa faceta es la que más me ha gustado de su hacer. Es verdad que son muchos los epigramas que podrían adoptarse como lemas del movimiento igualitario en cualquiera de sus infinitas versiones, y que en ellos resuenan ideas bien modernas («Ser bella para ti misma, primero»), y, para quien reseña, que en este caso es una mujer, resulta reconfortante escuchar una voz que debió pertenecer a alguien muy singular, comprometida con su sexo, buena observadora del entorno, conocedora de sus congéneres con todas sus miserias [me encantan esos «Ella no vale la pena. —Mi pena vale la pena» u «Ojos tan pálidos que parecen decolorar todo lo que miran (ojos de moralista)»]. Y una voz aguda y fresca en todos los sentidos de la palabra que reconoce abiertamente su lesbianismo («Ella me inició en el placer — jamás se lo he perdonado»).
Y es que, moviéndonos hoy en un mundo de censuras y autocensuras, Barney parece no tener filtros a la hora de verter sus valoraciones. Además, muchos de sus comentarios nos sirven para conocer esos espacios en los que se movía («La moda: la búsqueda de un ridículo nuevo», «¿Qué viste en el salón) —Vi… que me miraban»), así como para ahondar también en su lado poético y más tierno («Amar es duplicar la mirada») y, por encima de todo, en su gran sensibilidad («Estamos limitados por todo lo que sentimos») y su extraordinaria libertad.
No faltan observaciones filológicas (me confieso admiradora de esos lances lingüísticos) del tipo «Las palabras se convierten en pequeñas tumbas si no se las deja a tiempo» o «¡Qué cansado es tener enemigos y no adversarios!», en cuyo juego terminológico, recurso muy presente en buena parte de esta pequeña obra («Solo diferimos los unos de los otros en detalles esenciales»), junto a las interrogaciones retóricas y ecfonesis, se condensa una gran verdad, si bien destacaría especialmente las de carácter filosófico, las que reflejan todos los aspectos del ser humano («Nuestras sombras son más grandes que nosotros»), sus mayores preocupaciones («Ser lo suficientemente grande para la felicidad»), sus vicios de apariencia («Ella paseaba por un mundo de artificios el oro verdadero de su cabellera»).
Pero lo que subrayaría por encima de todo es, ya que hablamos de aforismos, su capacidad de concreción y de síntesis, lo que es capaz de condensar en apenas unas palabras. Como si hubiera hecho un tratado sobre la connotación y lo ejemplificara en la elección acertadísima de cada término; algo en lo que imagino que la labor de Julio Pollino Tamayo tiene parte de responsabilidad, y que como lectora poco versada en otras lenguas que no sea la propia desde aquí solo puedo agradecer.