L. Cano.
Qué retorcidos son esos chantajes del mal tiempo. Hace unos días, el invierno parecía ya disuelto, derrotado por el silencio de un café al sol. Y sin embargo, ha sido apenas una pausa hiposa. Ya han regresado las sombras descoloridas de las tardes y el aislamiento de los abrigos. Y para colmo, además, ha empezado a llover. Mucha agua. Tanta que ahora todo está ennegrecido: las fachadas, las señales de tráfico, la marquesina y hasta los chicles que hay pegados en la acera.
En esos días de primavera sobrevenida he leído un buen libro que pensé que no lo sería. O acaso que no lo sería tanto. No pregunten por qué. Releo: «Lunes 11 de febrero: sólo me faltan seis meses y veintiocho días para estar en condiciones de jubilarme». Así empieza La tregua, de Mario Benedetti —será tal vez que siempre me pareció que sus poemas tenían algo de sacarina, o quizá que tenía los ojos demasiado negros para su bigote—. Cuando lo leí estaba de pie esperando el autobús, cargada con la mochila y el túper de la comida. Lunes 11 de febrero. Para mí también era 11 de febrero y las palabras eran fácilmente traducibles: Martes 11 de febrero: sólo me faltan cuatro meses y veintiocho días para estar en condiciones de graduarme.
La casualidad y la frase hacen que de improviso me encuentre ligada a un oficinista al borde de la jubilación. Un hombre que nunca existió, pero que de haberlo hecho, habría vivido cincuenta años antes de mi nacimiento en un país que no conozco. El libro, como pueden figurarse, hablaba de muchas cosas. Tantas que mi edición (uno de esos volúmenes negros de Cátedra, con introducción crítica y todo) reza en su contraportada: el autor traza una crónica de la frustración de la vida cotidiana de la clase media uruguaya y una reflexión sobre lo nacional… Lo que hasta cierto punto cabe esperar siempre: el automatismo frente a la esperanza, la rutina emponzoñada, las conversaciones precocinadas, unos cuantos comentarios que ya han quedado anticuados y el poder del amor. Sí-sí, así, con esa expresión tan kitsch. Aunque la trama amorosa sea los más convencional y menos interesante del relato, casi una excusa o un incidente.
Santomé es un oficinista cansado, encallado en su tarea y orgulloso de su caligrafía. Un padre de tres hijos que sale con una chica de veinticuatro años (esto es, solo dos más que yo misma). Pero soterrada bajo esas circunstancias está el camino que transitamos todos hacia los finales ineludibles. No la muerte, claro, sino los que existen por su naturaleza burocrática y tienen fecha sellada por algún departamento dos plantas por encima del nuestro.
En esos finales conocidos de antemano, Santomé (y uno mismo) está tentado de materializar por su cuenta lo que aún se aguarda con diligencia funcionarial. El presente empieza a ser pasado, aunque esté sucediendo y no pueda darse por concluido (un último mes de marzo pasado por lluvias en una facultad de ingeniería). Y si la rutina ha sido demasiado corrosiva, eso permite arrancar las costras que ha generado el roce continuado con los pasillos y las mesas de siempre. Limar los callos causados por un movimiento repetido a diario y de precisión involuntaria. Y entonces Santomé (y, de nuevo, uno mismo) empieza a fantasear con esa sensación de oxígeno que vendrá después, con el tiempo del que se dispondrá y el regreso a las rutinas abandonadas y los sentimientos opacados. Incluso la felicidad futura se construye con el solo pensamiento, aunque pueda derrumbarse con la presión ligera con que se aplasta la ceniza de un cigarro.
Me dirán que todo esto es exagerado o dramático —ya verás cuando te toque trabajar de verdad—. En cualquier caso, este es un buen libro y quizá una buena manera de tomar aire momentáneamente antes de seguir buceando en los días oscuros y líquidos. Puede también que tengan razón, que esto sea tan solo un poco de dramatismo aplicado a un libro que he leído y malentendido (quizá incluso a propósito). En cualquier caso, no importa.