Por Jorge de Arco.
La meritoria y pronta dedicación de Antonio Gala (1930 – 2023) a la poesía se vio, en cierta manera, eclipsada por su notoriedad en otros géneros. A través del ensayo, la novela, el artículo, el teatro -fue Premio Nacional Calderón de la Barca en 1963, por Los verdes campos del Edén-, se supo de su versatilidad y de su magisterio en tan diferentes perfiles literarios.
La reciente aparición de Cantaré mañana todavía. Antología Poética (1949 – 2005), que da ahora a la luz la Fundación José Manuel Lara en su colección Vandalia, acerca el hondo decir de un autor necesario.
En esta compilación, el tiempo se detiene y la palabra se convierte en latido. Más que un simple compendio de poemas, este volumen es un viaje al centro de una voz que, por demasiado tiempo, ha susurrado desde los márgenes de la lírica. El poeta, rescatado aquí con la delicadeza que merece, pertenece al alma andaluza de la Generación del 50, ese territorio tantas veces silenciado por un canon tan parcial como injusto. Al par de los poemas, la emoción y la forma se abrazan sin artificio y cada lector sentirá lo que significa caminar por un jardín donde lo amatorio florece en cada rincón como una flor perfecta, como esa hoja temblorosa que aún persiste bajo la lluvia. Antonio Gala cantó al amor sin máscaras, con una desnudez que conmovía. Hay en sus versos una transparencia radical, como en ese instante fugaz que evoca cuando escribe: «A veces, nos miramos / y comprendemos que no hay nada como / contemplar unos ojos». En esa mirada, en esa nada que lo es todo, se cifra su poética: el misterio de lo cotidiano, la hondura de lo sencillo, la eternidad escondida en un gesto leve.
Los responsables de esta edición han sido Luis Cárdenas García y Pedro J. Plaza González. Este último incide en que en la poesía de Antonio Gala “podemos encontrar su parte más íntima, honesta y auténtica” Además, anota que comparte con muchos de los miembros de la citada Generación del 50, no sólo amistad, sino “características tan esenciales como la recuperada importancia del lenguaje, la introducción en sus textos de filosóficos, el retorno a la calidad literaria, las influencias de la Generación del 27, o la apuesta por una lírica de corte intimista”.
La antología es, también, un acto de justicia. Porque su decir regresa aquí con la fuerza de una semilla que germina en el silencio. Y con ella, la certeza de que la poesía sigue siendo -como lo fue en su voz- una forma de salvación, de revelación y de permanencia:
Quiero ser yo, ser mío, ser mi dueño
y mi esclavo, morir en mi tiniebla.
Que muera en mi tiniebla
todo aquello que pudo ser mi hijo,
sangre mía, mi casta, regusto de mi boca.
Que cada amanecer en sí mismo se cierre
sin verter su palabra al oído de un cómplice
Antonio Gala cantó la materia del hombre, su fragilidad y su anhelo. Hay dos versos que resuenan como un himno secreto: «Los hombres / somos algo de arcilla que desea». Pocas veces se ha dicho tanto con tan poco. En esas líneas podría estar la esencia de su aliento: la conciencia de que estamos hechos de barro, pero impulsados por el deseo de trascender, de querer, de comprender, de cantar, incluso cuando todo parece perdido. A lo largo de estas páginas se adivina, también, un acto de memoria y un gesto de futuro, pues se redescubre a un autor de alta temperatura verbal, cuya obra es un rumor profundo que merecía alzarse de nuevo. Su verso, marcado por la sobriedad, la emoción contenida y la verdad, se entrega aquí como una herencia que no sabíamos que necesitáramos, pero que reconocemos al instante como propia. Porque en su discurso no hay grandilocuencia, sólo una entrega serena, luminosa, casi natural, donde el final es un regreso, mas nunca una pérdida.
En suma, un libro de libro que no sólo reivindica una voz olvidada, sino que la instala con justicia en el centro de la poesía española del siglo XX. Cantaré mañana todavía es, como su título indica, una promesa y una insistencia: mientras haya alguien que lea, este canto seguirá diciendo. Aunque sea desde la orilla. Aunque sea con la última luz.
Dijiste Antonio, y escuché a la vida
cantar, brincar, como un niño pequeño.
Oí a la vida despertar del sueño,
desperezarse ante la amanecida.
Dijiste Antonio y se cerró la herida.
Como un perro, el amor olió a su dueño,
y el dolor se me puso tan risueño
que se desmayó el alma sorprendida.
Dijiste Antonio, así, tan de repente,
tan sin preparación y sin motivo,
que recibí tu golpe en plena frente.
No extrañes que aquel muerto esté ahora vivo:
Lázaro soy tan dócil, y obediente
que tu voz me levanta y esto escribo.